El ulular del viento y la
lluvia que arreciaba, maltrataba los árboles apiñados cerca del camino en
dirección al río y recorría kilómetros de distancia en ese terreno agreste en
la colina de cipreses. La habitación era amplia en esa vivienda donde se
encontraba Eliana, la dueña de casa, mujer de mediana edad que a esa hora
saboreaba su mate. El crepúsculo con sus sombras y silencios abrazaba el
ambiente dando el toque adecuado para que los recuerdos llegaran a revolotear
sin invitación, mientras afuera rugía la tormenta.
Sin su marido e hija
Rosita de 20 años, fallecidos trágicamente en un accidente automovilístico,
hacía nueve años, la ausencia pesaba, sin embargo, al detenerse a pensar no
sentía dolor por él, la información que le dieron en el hospital al comunicarle
las defunciones no la dejó convencida conociendo a su marido, sospechó en ese
momento que algo turbio encubría esa información.
Además de soportar el
dolor de haber perdido a su única hija tuvo que escuchar los comentarios
mordaces de sus vecinas sobre las infidelidades de su marido. No se necesitaba
ser muy inteligente para darse cuenta que había sido engañada varias veces,
comentaban que su último amorío fue con una trabajadora de una cantina a la
salida del pueblo.
Varios toques en la puerta
la sacaron de su meditación y pausadamente se dirigió hacia la entrada, curiosa
y extrañada que alguien se atreviera a andar de visita con ese temporal. Sorprendida del silencio que se produjo al
abrir la puerta, con ceño fruncido, dirigió una mirada escrutadora y sintió un estremecimiento,
realmente el silencio era sobrecogedor, su perro Turpín gruñía al aire y retrocedía mostrando sus colmillos filosos.
Con la escasa claridad que iluminaba las
piedras, al tener la puerta abierta, el reflejo de una mujer se recortó
nítidamente, tenía mirada oscura y penetrante. Sin pensarlo dos veces Eliana la
invitó a pasar, —“imposible dejarla al azote de la noche” —pensó—, muchos más
pensamientos nublaron su cabeza, pero se tranquilizó. La mujer era bonita, su piel
pálida hacía resaltar sus cabellos negros y desaliñados. Con ademanes
cuidadosos y haciendo crujir sus enaguas cruzó la galería hasta llegar a la
cocina donde Eliana colocó una silla frente al fogón. Un aire frío se coló por
las rendijas de las paredes que hizo disminuir el fuego, tanto, que rápidamente
Eliana tuvo que agarrar el tiraje y darle más pasada, no podía permitir que su
fuego se extinguiera, era su iluminación en noches de tormenta.
Tuvo que hacer esfuerzos para que la mujer
respondiera a sus inquietudes. Cuando lo hizo, dijo llamarse: Amelia y que
trabajaba en la cantina ubicada en las últimas casas a la salida del pueblo. Por
el mal tiempo, de regreso a casa había extraviado la ruta y tuvo que caminar
mucho por el sendero paralelo al río hasta encontrar un lugar que la cobijara,
esa fue su explicación. Eliana sintió un escalofrío que la hizo retroceder en
el tiempo; esa era la misma cantina donde su marido pasaba por unas copas y por
un nuevo amorío, combinación que lo había empujado a su desgracia. Lastimosamente
había involucrado a nuestra hija Rosita obligándola, algunas veces, a esperarlo
en ese indecoroso lugar para volver juntos en camioneta a casa y donde las
consecuencias, esa noche, fueron fatales para los tres.
Eliana tomó precauciones y no abrió la boca
al respecto, dejó que la muchacha siguiera hablando, la verdad, era muy
simpática y pronto se trenzaron en una gran charla. A la mañana siguiente
Eliana se esforzó para preparar un buen desayuno, pero Amelia había desaparecido
de la casa si despedirse, ni el perro había ladrado.
No obstante, desde esa noche apenas
oscurecía Amelia tocaba la puerta. Eliana disfrutaba de su compañía, ahora tenía
a quien cocinar sus exquisitos platillos y se esmeraba en ello, si hasta sus
achaques la habían abandonado. Fuera de los extraños ruidos que sentía sin
motivo desde que Amelia pisó su casa, roces en su cuerpo y sombras que se
deslizaban en los rincones que la hacían perder tiempo y concentración, ella,
se sentía muy contenta, hasta soñaba con su marido, sentía su aliento e inclusive
su voz, muchas veces intuía la presencia de más personas en la casa.
Con el tiempo notó algo muy extraño que la
inquietó. Amelia, nunca tenía día libre y solamente aparecía en la noche. Ensayó
con invitarla a recolectar frutos silvestres en los días soleados y cuando se
suponía iba a disfrutar de días libres, sin embargo, Eliana siempre quedaba
esperando, de ese modo era imposible disfrutar de su compañía durante el día y
Eliana comenzó a preocuparse. Todas las labores que Amelia ejecutaba de noche
en la casa, con la claridad del día quedaba en evidencia su cero aporte. El
dormitorio estaba hecho un asco y con un olor muy extraño.
Tratando
de encontrar una solución Eliana decidió visitarla en su trabajo, aunque le
causaba repulsión; caminó dos horas por la senda junto al río y llegó al
caserío donde la cantina resaltaba por sus colores chillones, quedó unos
segundos meditando, ese lugar sin duda era desagradable, mas, su curiosidad era
mayor. Se acercó a la puerta, no alcanzó a levantar su brazo para tocar el
timbre cuando la puerta se abrió dando paso a una mujer anciana, Eliana no
perdió el tiempo e inmediatamente preguntó por Amelia, la mujer le dio una
mirada de interrogación, como Eliana insistiera la anciana respondió que en el
local no trabajaba ninguna mujer con ese nombre, esa Amelia por la que
preguntaba no existía, pensando un poco, a la única que ella recordaba con ese
nombre había fallecido trágicamente hace muchos años en un accidente
automovilístico junto a su amante y a la hija de su amante, agregando: —“Señora,
estas “damitas” tienen sus amoríos y hasta mueren por ellos” —. Eliana cayó
desmayada.
El viento y la lluvia la
azotaban camino a casa, aceleraba el paso por la avenida para encontrase con su
perrito Turpín que tembloroso la
esperaba. El temporal se detuvo se golpe y el silencio imperó en el lugar al
abrir la puerta de su casa. Al contacto de una mano por su espalda, que la
recorrió suavemente, el corazón casi le salió por la boca y se dirigió lentamente
a la cocina junto a inquietantes palabras en su oído, su mente voló a su marido
al escuchar esos susurros seguidos de lastimeras súplicas. Su cuerpo aflojaba
sus piernas y temblores la sacudían cuando logró llegar a la cocina, se dejó
caer en una silla y miró su fogón, con el rabillo del ojo distinguió algo
luminoso salido de la pared que llamó su atención, con grandes letras un tanto
desfiguradas se leía: “perdón señora Eliana”.
Pasan los años, Eliana
reconstruyó su casa, mas, en la pared de la cocina permanecen esas palabras
inalterables.
Fin.
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