Mi
nombre es Zelma y estoy lejos de mi hogar en un lugar al que no puedo
acostumbrarme. Extraño mi casa, con su techo nevado en invierno ubicada en los
faldeos de la montaña. También extraño el viento, ese que mecía mis cabellos al
caminar por la veredita llevando grandes bandejas de miniaturas de greda, trabajadas
prolijamente y listas para su secado que con sucesivas etapas de calor quedaban
perfectas en los hornos de barro. Cientos de miles se elaboran por los encargados
de este trabajo artesanal en los talleres y por el que han pasado ya cuatro
generaciones asentadas en esas tierras cordilleranas. Mi padre ha conseguido
multiplicar el producto con la adquisición de varios tornos, fue todo un
acierto, ya no sufre con el frío de esa tierra helada y gredosa que penetraba
hasta sus huesos al ir dando forma a cada pieza. De los tornos salen en serie, todas
parejitas. Con su venta en mercados y tiendas da con creces, para sostener el
hogar.
Presumo,
falta mucho para poder abrazar a mi marido Sigfrido y a mi familia en general. Todavía
tengo fuertes dolores de cabeza y vértigos, en forma alternada, mientras esos
malestares no desaparezcan y se logren aclarar mis pensamientos, no me darán el
alta.
Aferrada de los barrotes de mi pequeño
cuarto miro angustiada las paredes, donde no hay escape. Tan mugrientas y además
estrechas que me sofocan y me oprimen, tanto, que no puedo moverme ni respirar;
mi cabeza bulle con miles de sombras fantasmagóricas acechantes, con grandes
fauces prestas a devorarme, sus manos con filosas uñas tiran de mis ropas y de
mis pelos, ¡me aterrorizan! Cuando estoy con ánimo las provoco, me mofo de
ellas y las persigo a ver si las agarro, pero soy tan lenta que se escabullen y
escalan, desde lo alto me miran rabiosas burlándose, a veces se quedan
quietecitas y aprovecho de dormir.
El chirrido de los goznes de la pesada
puerta anuncia una visita, mi corazón palpita con fuerza por mi amado marido, Sigfrido,
dueño de mi corazón desde mi adolescencia. Se acerca por el corredor con paso dudoso
y su boca se esfuerza por dibujar una sonrisa, como para darme ánimo; lo miro,
lo miro y busco en mi memoria su figura, sí, es él, lo reconozco, ¿por qué vendría
a verme un hombre desconocido?
Me abalanzo en dirección a la reja y con
fuerza me aferro a los fríos barrotes que congelan mis manos y blanquean los
nudillos, mi cuerpo demanda caricias imposibles con un corazón desmayado de
ternura. Surge al fin la exigencia de un contacto, pero, ¡en silencio por favor...!
Mi expresión de alegría se diluye al ver ese par de ojos angustiados, sus manos abrazan las mías y nuevamente pronuncia con voz
desgarrada, invariablemente: Zelma mi
amor…, perdón mi vida ¡¡Perdóname Zelma
por favor!! Y en mi cabeza surge un eco bestial que se levanta y se repite…
¡Se agiganta! ¡Satura el lugar y mis oídos estallan! En la crisis esa palabra
tintinea danzante y se amplifica. ¿Por qué siempre esa palabra? ¡No entiendo! Mi
cuerpo se sacude con violencia, gritos desesperados salen de mi garganta: ¿Perdón?
¿Perdón? ¡Por qué! Ya basta, basta, me volverán loca, loca, no quiero escuchar
esa palabra.
Enferma, confundida toda gira a mí alrededor,
líquidos burbujeantes suben de mi esófago a mi boca con agrio sabor y el frío
me atrapa. Sigfrido me sujeta desde el otro lado de mi hermosa jaula que
en un instante se ha transformado en brillante y gigantesco carrusel con luces
de colores intermitentes; trompetas, silbatos que chillan y hieren mis oídos.
Todo barullo. Apenas distingo a la mujer con uniforme blanco, color nube borrascosa,
que agarra mi cabeza y a la fuerza embute en mi boca amargas tabletas.
Mi cuerpo tembloroso se relaja y hace que mi
mente vagabundee por laberintos extensos que me llevan en un vuelo maravilloso
por esos campos de verdores majestuosos a kilómetros de distancia. ¿Qué pasa?, vuelo
entre árboles frondosos que abundan y dominan ese entorno agreste bañándome con
su olor a humedad que tanto amo, vuelo…, y nuevamente siento el frescor del
viento en la cara.
Recobro
el conocimiento y me levanto justo para escuchar a Sigfrido que susurra en su idioma:
Zelma ich liebe dich (te amo), no sé para qué utiliza esa lengua si no entiendo,
hasta el idioma lo he olvidado. Besa mis manos cuando se retira después de murmurar
que tenga paciencia porque los abogados dicen: hay pocas posibilidades que
vuelva a casa.
Le encargo mis faldas coloridas porque estoy
hasta la coronilla de ese color blanco ¡Se me hace insoportable!
Le encargo mis dos chivitos regalones y mi gallina kika, las extraño.
Sigfrido mira mis manos y mis muñecas
laceradas yo sorprendida ahora también las veo, es difícil recordar dónde me
lastimé, mueve la cabeza y susurra bajito: te
quiero mucho mi Zelma, me da
un beso y desaparece.
Hay
días que mis recuerdos se presentan límpidos y me gusta, pero son esquivos. En
la vida simple de campo las copuchas vuelan y los chismes sobre los amoríos de Wanda
y Sigfrido corrieron rápidamente. ¡Miren
las tonteras de la gente! Nunca lo creería, mi amado Sigfrido ¡Jamás se fijaría
en ella! Mi prima Wanda es atractiva, rubia, de cabellera larga. Si ella
quisiera daba una patada y tendría, ¡cuatro novios de un viaje!, para qué se
metería en líos con mi marido. ¡Hombres hay muchos por ahí afuera!
Otros días nada recuerdo, entonces ejercito
mi memoria porque si quiero irme a casa debo tener respuestas para el doctor de
turno. Trato de evocar imágenes y lento surge una silueta en mi mente: con
cuerpo muy grueso, alta, de pelo rubio ensortijado y cara redonda colorada… ¡Oh
soy yo! Y voy caminando por detrás del galpón paralelo a la vertiente que corre
indolente cuesta abajo. ¿Qué ocurre? Mis ojos tropiezan con un cuerpo de mujer
tumbado en las piedras con sus ropas untadas de color rojo, ¡ahí está!, lo veo,
lo veo tan nítido como el agua que corre con suave tintinear mojando su rubio y
largo cabello ¡No sé quién es! Me desespera esa imagen, cientos de veces
llego ahí y… ¡No sé qué pasa! ¿Es un espejismo? Mi cuerpo se estremece, me
aterroriza. Comienza el dolor de cabeza y todo es confusión, mi cerebro queda
en negro.
En
otra ocasión voy acompañada de mi prima Wanda, por el
caminito directo al agua para lavar el canasto lleno con las menudencias del
animal recién faenado por mi hermano.
Me veo aperada con mi delantal de cuero y en
mi mano el gran cuchillo carnicero que brilla con su borde afilado para cortes especiales.
Salto al chorro de la vertiente y paso el canasto a Wanda que agachada balbucea
algo difícil de creer. La miro de frente y lo que dice con voz clara me deja aturdida.
Comienzo a sentir ardor en la cara y mi cabeza con aguijonazos que mortifican
sin piedad, Wanda para confirmar lo dicho levanta sus faldas y refajos, su abultado
vientre queda al desnudo. ¡¡Oh Santo cielos, la verdad escueta!! ¡¡De
Sigfrido!! Permanecí muda sosteniendo el cuchillo en el aire… ¿Qué pasó? Ahí
quedé, mojada y con la respiración entrecortada junto al repicar de las aguas
corriendo ajenas a lo sucedido…
Veo mis manos húmedas por haberlas lavado,
¡esa tarde!, pero reparo que siguen rojas, rojas como la sangre, las pongo
directas al chorro de agua, pero… ¡Quedan iguales!
Retazos
de esa tarde me acompañan. Temblorosa estoy al borde de la cama y mi papá
preocupado refriega un trapo en mi cuerpo, me pone ropa limpia y peina mi
rizada cabellera murmurando palabras cariñosas. Sigfrido prepara un bolso,
mientras yo me tiro los dedos y hablo cosas que ni yo entiendo, ahí espero que
asome el coche, de esos que andan en la ciudad, estoy nerviosa, han venido a
buscarme. Bravo, asomó en recodo del camino ¡ahí está!
Es un coche blanco con cuatro caballeros también
de blanco muy amables que suavemente toman mis brazos los unen y amarran, para
que tenga un viaje placentero, dicen, enseguida me invitan con gentileza a
sentarme y de una bandeja sacan unas jeringas y las descargan en mi brazo,
de un frasco dos o tres pastillas en mi boca para disfrutar el viaje y…, desperté
en este cuarto.
Cuando llego al
hospital, los primeros días son tranquilos, tan tranquilos que puedo mirar mi
vida pasada como en un espejo, con imágenes atolondradas que luchan por salir claras
como el agua, como el cielo azul. Allá veo a mi padre conversando con mis hermanos
junto al fogón, les cuenta de mi rara enfermedad heredada por mi mamá llamada…,
hum, no recuerdo el nombre, es una rara palabra de hospital que nunca pude
retener, en el campo se habla de otras cosas; decían que mi madre, tenía
horribles dolores de cabeza, sufrió por muchos años y rendida prefirió quedarse
dormida entre los riscos de la cordillera, allá la encontraron muerta.
Cuando
me internaron por cuarta vez, esperanzada pregunté por la posibilidad de tener un
hijo, con nuevos tratamientos me sentiría mejor, pero fue un NO rotundo, ¡eso
me dolió!, nunca más tocamos el tema, Sigfrido poco pensaba en ello, pero… ¡¡Parece
que pensaba!!
Tiempos alternativos
me rondaban, en algunos andaba bien y otras veces los dolores de cabeza ¡Me
superaban! Ni remedios, ni chorros de agua fría me calmaban, corría hasta
quedar tendida y nuevamente internada en el hospital donde me apretarían los
tornillos y cables que tenía sueltos, como decía la gente, pero no, luego,
luego estaba igual o peor y la depresión hacía presa de mí, evaporándose el
tiempo. Con tanta confusión siento que la ausencia poco a poco se apodera de mi
cerebro, ya no recuerdo mi edad.
Oí
decir que he perdido la razón, ¿la razón? Que sufro confusiones por enfermedad mental, pero yo...
¡Me siento bien! ¡Muy
bien!
Me pusieron en esta jaula para no contagiarme con gente mala, porque: ¡Sí
existe gente muy mala, rebelde, traicionera, insolente, sin escrúpulos, que
humilla!
Ya no quiero seguir escuchando sus insultos:
gringa fea, gorda, loca ¿loca?
¡Ellos estarán locos! Borrachos, mentirosos,
pensando siempre en guerras, locos babosos inconsecuentes.
¡Y aquí está de nuevo Wanda, no me deja tranquila!
Se desliza por entre los barrotes y queda como suspendida en el aire, sus
labios también dicen: ¡perdón! Con su
pelo chorreando agua. ¿Perdón? ¡Pero la gente está loca! ¡Qué les pasa!
Otra vez perdón, si no soy Dios. Además,
¿su cara tan blanca? ¿Y por qué viene con su ropa con barro y con tan mal
olor? ¡Tendré que limpiar todo de nuevo!
Extraño
mi casa, pero aquí me siento tan bien. Me gustaría sí, que me cambiaran a un
cuarto más grande porque ya no tengo espacio para mis plantas, libros, ni para
el carrusel, dejé de sacar la leche, ¡los animales tienen que esperar afuera!,
la vaca Chabela, la Loba y la Pintada hacen fila, pero mamá se asoma y dice que
tenga paciencia...
FIN
💜
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