Y qué pensarían si les digo que el viejo Segismundo
sigue ahí sentado donde lo dejaron, con la cabeza apoyada en el raído sillón
estampado con rayas y más rayas que lo confunden, las ha contado bien, cada dos
anchas, siguen otras tres más angostas que señalan: ¡no sé para dónde! —dice.
Observa las
paredes descascaradas del color de sus pensamientos, deslucidos, sus ojos
buscan otra nueva figura grabada en la madera, que, al entrecerrar los ojos,
siempre la descubre.
—¡Abra la
boca! Abra don Segismundo, sabe que es la hora de su medicamento y no reacciona
—le dice “Blanquita”, la auxiliar con su delantal abrochado, tan apretado que
casi revienta—. “La golosita Ji ji ji”, piensa él—. Le empuja el jarro con agua
en su boca, esta deja salir un chorrito que se desliza por los pliegues de su
cara hasta su rugoso cuello, pero ella no le da importancia y lo deja mojado,
él, queda agradecido con su salida del cuarto.
Cuando mira las tablas del cielo raso, allá en la
altura, ve como cuelgan las telarañas como un manto en las esquinas, muy resistente;
no sale de su sorpresa, manto tan resistente que aguanta su peso cuando sube
por el para acompañarlas. Esas arañitas lo esperan y se siente querido por
ellas, esperanzado de que le enseñen sus trucos para seguir inquebrantable,
necesita esa capa de barniz potente que ellas tienen. Tejen sin importar que
los escobazos las corran de su agujero, vuelven a tejer y a elaborar sus casas,
¡Eso le gusta, lo anima! Y desde que agarró a puñetazos las ventanas y quebró
los vidrios, cuando no las vio, no han regresado los auxiliares a hacer el
aseo.
—¡Quédese con
toda esa basura, pero no haga alboroto don Segis! —le gritaron.
—Me gustan
las telarañas y las quiero ahí, ahí. —exclamó.
Ellos no entienden, no las ven. Las pequeñas
juguetean, bajan y suben sin alterarse, lo acompañan.
Tiene un
brazo lesionado desde que lo amarraron para traerlo cuando lo encontraron
desnudo, —dicen—, ¿cuándo? —si siempre él ha comprado su ropa. Está bien que ya
jubilado no trabaje, pero entonces, que quieren los hijos. Seguro, tenerlo todo
el día encerrado.
Ahí sentado, hora tras hora sin hacer nada se hace
amigo de todos, de los que tienen sus ideas más claras, obvio. Se acerca
Miguelín, viejo y enjuto, empieza con otra historia.
—Sabes amigo,
quieres escucharme un poco, mis hijos me tienen loco —le dice—, mientras saca
un pañuelo color del piso y se lo pasa por la cara.
—¿Cuáles
hijos?, si pensaba no tenías hijos Miguelín.
—Mira amigo,
de esto no te he hablado, ¿crees qué tengo culpa?, en esa soledad en que me encontraba,
de improviso empezar a recibir tantas visitas: de mis amigos desaparecidos en
accidente de auto, la dulce Herminia mi mujer, ya enterradita, las mellizas
fallecidas al nacer, mis compadres y así, mucha gente, lo malo fue que
empezaron a visitarme muy seguido y tenía que atenderlos, aunque sea con un
jarro de agua. Me tildaron de loco, dijeron que ellos no veían ningún
visitante.
—¡Qué los
iban a ver ellos, si pasaban siempre rumiando maldades, muchas veces les
expliqué hicieran de su vida lo mejor, para no arrepentirse cuando sean viejos!
—¡Pero
Miguelín no sería para tanto, son jóvenes!
—¡Don Segis
si hay que decirles, la vida es corta tienen que aprovechar de hacer cosas productivas!
—. En eso me lo pasaba aconseja y aconseja. —de un grito me hacían callar.
—¡Métase en
sus asuntos no más caballero y déjeme tranquilo, yo sabré que hago! —respondía
Nicanor—. Con juventud se puede ofender a diestra y siniestra don Segis.
El viejo
Miguelín quiere desahogarse y continúa:
—Bien buen
mozo mi hijo Nicanor, pero tan porfiado; ahí seguía tras las faldas de la
vecina, es verdad que es linda, pero su mujer, es más linda. Nadie se conforma
con lo que tiene. Yo me angustiaba con sus fechorías, mientras él pensaba que
pasaban inadvertidas. Y cuando intenté hablar con mi hija, puso el grito en el
cielo, que yo vivo inventando leseras, me amenazó con internarme y me zampaba
grageas en la boca.
— ¡Pero hija,
¡quién te va a querer así tan bruta, sé más educada, mejor busca un trabajo y
déjame solo! —le decía—. Siempre a la siga de mi dinero y más encima me tratas
mal.
—¡Qué
tremendo Miguelín!
—Y sin
consideración, después de vaciar mi cuenta del banco, me dejaron con los bolsillos
secos. Refunfuñaban porque tenían muchas deudas y exigían les diera las joyas
de mi vieja, buscaban hasta por debajo de las tablas del piso, donde yo les
indicaba, haciéndome el loco. Pensaba que con esa treta los engañaría, cooperaba
con lo que ellos querían para que me trataran mejor, pero seguían igual.
Íntimamente la gozaba, pero no me reía cuando cansados se enojaban, me
agarraban del pellejo y me tiraban a la cama después desaparecían sin darme de
comer, ahí no era chistoso.
—¡Ay Segismundo, ahora viene lo bueno, te lo dije! —exclama
Miguelín—.
Aparece Blanquita y por más que hacen carraspera y
tos, igual los desvisten y “piluchitos”
los meten a la tina, vuelta a la llave del agua y salga como salga, a veces
tibia, otras veces más caliente, pero ya el cuero duro, no siente. Después del
baño, viene la ropa limpia que les dejan en la silla. Nunca ven sus ropas que
vestían cuando entraron, hacen una mescolanza de prendas, al que le tocó, le tocó
y punto. Terrible la postura de calcetines, siempre les pasan a llevar el dedo
chico.
Llaman a cenar. “Ja”, —dice—, Miguelín: “¡cenar!” Esa
agua verdosa con unos fideos locos dando vuelta. Y Blanquita gritando:
— ¡Cómasela
toda don Segis, le hace bien!
—¡Vamos,
vamos, raspando los platos mis viejitos! —insiste.
“La
descarada”—piensa el viejo—, la sopa para nosotros y la carne para ella.
A “media tripa” comenzamos el avance por
esos corredores que se hacen enormes, el arrastrar de zapatos agarra el mismo
ritmo como cuando se viaja en tren, chiqui, chiqui, chiqui, cha…, un, dos, un,
dos, va contando Carlos, el ayudante. El avanzar se hace lento por los que
apenas se mueven; ya en esos dormitorios quejumbrosos antes de acostarse, la
consabida pildorita
—¡Vamos,
vamos! —dice el paramédico—. Última persona que ven y que revisa que todo esté
en orden con los enfermos postrados que ahí vegetan. De pronto su amigo empieza
a toser, le da golpes en la espalda porque tiene la pildorita pegada en la
garganta, ¡¡presuroso toca el timbre...!! Miguelín tirado en el suelo está
blanco como sábana…
Don Segismundo, espera cada mañana comience el nuevo ciclo.
No se sorprende de no ver a su amigo Miguelín, ya lo imagina. Sentados uno al
lado del otro en larga banca, los internos dan rienda suelta a sus malestares y
cuentos de antaño para llamar la atención. Mentiras que sus cabezas urden o que
verdaderamente existen en ellas. Hay de todo desde: condes y reyes; gerentes de
empresas, pintores, esos son cargantes, a sus amigos los invitan a posar y los
dejan en una posición por largo tiempo para hacerles un retrato y cuando
terminan, sólo hay unas cuantas rayas. Están los ingenieros que andan midiendo
hasta las suelas de los zapatos y así, de todo.
Don
Segismundo piensa en su amigo, cree que Miguelín era el único pintor de brocha
gorda, trabajaba en una industria donde ganaba muy bien para mantener a su familia
y hacer un buen ahorro. ¿Ahorro?, no sé para qué.
Con el transcurrir
de las horas ahí sentado contando las hendiduras de la madera del piso, tiene
que enlazar sus manos para no ir en ayuda del vecino de cama, pobre enfermo,
tiene los brazos torcidos y se sacude constantemente, cuando insisten en que
trague las tabletas, saca la lengua y las escupe, a la vez lanza un chorro de groserías.
Ya está cansado de ver tanto infortunio y abuso. Por más que se trabaja con organizados equipos
de trabajo para que estas instituciones se humanicen en el trato del adulto
mayor y para que estos enfermos no la pasen tan mal, todo se hace insuficiente.
— ¡Don
Segismundo, ya levántese, no se haga más el enfermo, que vienen a buscarlo! —dice
Blanquita y agrega—: cuidado con el brazo lesionado, tiene que ir a un
traumatólogo, ya ve que aquí no hay. En este lugar cada pariente tiene que
llevar a su viejito a médico externo si se enferma.
Pasan minutos
que parecen siglos y aparece su hijo Gerardo, amoroso y único hijo. Lo abraza y
lo apretuja junto a su pecho.
—Ya papá, ya se cumplió el tiempo que usted
quería —dice—. Espero que las anomalías que haya encontrado en el trato a los
internos y enfermos, sirvan para hacer nuevos ajustes con los empleados y así, ésta,
su institución, avance en el cuidado del adulto mayor y deje de preocuparse.
—Sí, si hijo
abrí bien los ojos y algo saqué en limpio. Pero lo primero, ¡es lo primero mi
niño!, revisa mi maleta a ver si Blanquita puso “las arañitas” que habitan mi
pieza, si no están, avísale, para mí es muy importante, me sentiré acompañado.
—le responde don Segismundo ansioso y preocupado.
—¿Oye Blanquita, crees que este este caballero también
tenga el coco suelto? —pregunta el
paramédico.
—¡Pero
Carlos, no seas imbécil! Si él es el dueño del establecimiento y es millonario.
—¡Por eso me
esmeré tanto en el trato con él! ¡Eres más ignorante!
FIN
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