5/24/2022

ANSELMO Y SU PADRASTRO DON CLEMENTE


Ya terminadas las clases voy de regreso a casa por el camino ancho y polvoriento, que divide la arboleda, hasta las casas de la hacienda “La Serranía”.  

   Mi nombre es Anselmo y amo estas tierras agrestes, mi caballo alazán al reconocer los pinares y al sentir el mugir de los animales apresura el tranco, yo tiro de las riendas y lo sosiego. Al llegar al recodo del camino diviso las casas del fundo donde sobresale el caserón, de techo color rojo, de don Clemente. Intacto se mantiene al otro lado del ancho río que cuesta abajo indolente riega y da vida a frondosos bosques del lugar. 

  En la subida espueleo mi pingo. Allá veo, junto a las trancas a mi padrastro, don Clemente que espera mi llegada para comer y continuar con el trabajo que se ha practicado por años en este terreno cordillerano: la cría de ganado vacuno y faenado de animales de variadas clases. Su demanda es alta por lo que es un negocio rentable. A mis trece años también ayudo; lo más importante es mirar el desposte de las carnes, para cuando cumpla los dieciocho años poder carnear mi res por primera, como es la costumbre, y tengo que asimilar y practicar la técnica con el viejo Barrales, que es el responsable de esa labor.    

   Don Clemente: es un hombre mayor de temperamento equilibrado, de aspecto agradable con sus mejillas enrojecidas y curtidas por el sol, con su cuerpo obeso que demuestra el buen gusto por la comida, ¡ya lo vieran! Nacido en esta inmensa hacienda, heredada por generaciones.

   Para don Clemente el trabajo es lo principal y fue lo primero que me inculcó además del amor por la justicia, cosas importantes que él respeta al pie de la letra. Sin desperdiciar un minuto lleva adelante este negocio de antaño y yo trato de continuar sus pasos. ¡Él, es mi padrastro! Vivo en su propiedad desde que don Clemente pidió a mi madre en matrimonio, de eso hace diez años.

 

Desde antes de la salida del sol la hacienda cobra vida. Se comienza con el arrear de reses a los patios donde son separados para el faenamiento. Todo se hace en serie. A continuación, se pasa al desposte de las carnes por los expertos y las cuadrillas de trabajadores se encargan de embalar los cortes en cajas, valijas o contenedores especiales, tanto para las carnes como para las cecinas, carne que es entregada para la comercialización en las carnicerías que don Clemente tiene en el pueblo. Las carretas que las surten van semanalmente con variedad de carnes: vacuno, cerdo, cordero, aves y también cecinas; las cámaras frigoríficas y vitrinas de refrigeración quedan repletas.

   La planta de faenado, es cosa de admirar: aperada de utensilios específicos entre los que brillan, afilados cuchillos para hacer cortes de calidad, se divisan mesones con serruchos, lazos y un sinfín de cosas, también rieles donde se deslizan los ganchos acerados, además de la ropa adecuada. Todo perfectamente en regla y con las normas de higiene correspondientes. El lugar, por estar en altura, es bien ventilado, todo se conserva fresco, la vertiente que corre cercana es puro hielo; yo me entumo cuando paso las tres horas en observación de las faenas, ya me sé de memoria “el teje y maneje” de las maquinarias y herramientas usadas por los expertos de esa labor, eso sí, hay que tener “cuero duro” y “nadita” de andar llorando, es el trabajo de esta zona y el negocio de don Clemente.  

 

Soy hijo único y don Clemente me da buenos consejos, siempre dice que obedezca, trabaje y estudie, como lo hizo él, para que sea una persona que imponga respeto y justicia cuando sea un hombre hecho y derecho. Con trece años no sé cómo seré cuando grande, solo puedo prometer que defenderé a don Clemente con “uñas y dientes”, quiero a este hombre bueno que me ha criado. Solamente tengo un problema, desea que le diga papá, pero no puedo, no me sale, todo por culpa de Abel que siempre anda cerca, tengo miedo. Me dolió, cuando el viejo encargado de las caballerizas me contó que mi padre verdadero era Abel, me hizo jurar que a nadie le contaría, ¡qué voy a contar!, si siento vergüenza.

   Abel, era un antiguo empleado de don Clemente que tomó malos rumbos y por ladrón a la cárcel fue a parar, ahora vive en el bajo, al otro lado del río, encontró mujer hace como cinco años y se dedican al cultivo de hortalizas y frutas. Nos abastece con sus productos que intercambia por carne. De la historia con mi madre con él, poco me interesa, si no me quiso, cosa de él; soy feliz con don Clemente.

   Otra de mis tareas consiste en recibir la carreta con las verduras de Abel, (mi padre) “el Comerciante” (así le digo) no saluda y me mira de reojo, asoma con la carreta siempre cuando don Clemente no está, ¡parece adivino! Eso me tiene angustiado. Le grito:   

   —¡Deje la carreta allá, lejito no más, en las trancas!

   —Si lo sé cabro chico, pucha que saliste cascarrabias. —me contesta irritado.

   Cada vez más cerca de la casa “el muy perla”, hasta la puerta de la cocina se allega por un jarro de agua con harina tostada que mi madre le convida y aprovechan de cuchichear. Cuando me acerco a caballo se despide y agarra trote, menos mal, porque soy capaz de echarle el caballo encima, él, ya conoce mis intenciones y yo, ¡casi las de él!  

   Mi madre dice, que cierre la boca y no le cuente a don Clemente porque ya tres veces se le ha calentado la sangre y casi muere, ¡La gordura lo tiene embromado!, pero golosea lo que pilla.   

 

Ya terminé mi último año de escuela, soy hombre grande. Ahora espero la fiesta como es la costumbre.

   Don Clemente “tiró la casa por la ventana”, me celebró con todo: niñas con guitarras y cantos, asados de mi primer vacuno carneado ¡Una fiesta bien regada! Y…, ya podré ir donde las “niñas de la casa sonriente” y llevar los “regalitos” como es la usanza: longanizas, buenos cortes de asados y costillares de chancho; igual como lo hacía él cuando era joven, y… ¡Bien perfumado voy! ¡Puchas las niñas que me quieren! Ahí me distraigo y vuelvo de madrugada. ¡No tenía idea que la vida… ¡No era puro trabajo!

   Una mañana don Clemente me esperaba, desencajado:

   —Mira hijo, te cuento, sabes muy bien que las cuentas no pueden fallar, pero desde hace meses no cuadran, el Jerónimo las revisó varias veces y falta mucha carne, ya estamos preocupados. —decía con respiración acelerada y ojos inquietos.

   —¿Qué sabes de eso, Anselmo? —pregunta.

   —Si es por los “regalitos” don Clemente, elijo justo lo indicado, jamás abusaría de su confianza. —le respondo.

    Ahí empezó la cosa. Desaparecían las cabezas de ganado gradualmente: dos corderos y un cerdo, así suma y sigue. Luego cuatro terneros, con eso pobre viejo casi “paró las chalas”, de la rabieta se le subió la presión, pero los robos se repiten: “Parece que pretenden matar a don Clemente con puros malos ratos” — pienso. Pero abriré más los ojos.

   Y se repitió de día claro, apareció Venancio a grito pelado:

   —Patrón, patrón: faltan tres cerdos, una vaca y dos vaquillas.  ¡¡Esto sí fue grave!!

   Don Clemente volvió del hospital en silla de ruedas y la lengua traposa, ¡se escapó jabonado de quedar patitas por adelante! Pero don Clemente es hueso duro de roer, enojado se hace amarrar al caballo día a día y sigue dando órdenes. Mientras yo me llevo doble trabajo ¡Estoy desesperado, echo vistazos por todas partes! No hallo las horas de encontrar al culpable.

  Miro a mi madre, distraída toma su mate y observa para el bajo, más allá del río.

   Esta noche me toca juerga, todos lo saben. Voy a la bodega por “los regalitos”, dos viejos me ayudan a elegir lo mejor, luego salgo y en vez de agarrar camino para la fiesta, cruzo y me instalo frente al bodegón de las reses faenadas, bien escondido y silencioso. Estoy preparado nuevamente, para cualquier cosa y por octava vez.

     Ya con la luna a tope, aguzo los sentidos al escuchar ruidos, entre la puerta de la cocina y las bodegas se divisan dos sombras fugaces que corren sigilosas…, se detienen justo en el portón del bodegón de las carnes.

   Lo que veo, no lo creo. ¡” El comerciante” !, y ¡Mi madre! Ella saca llave al candado y entran…, estoy petrificado, con mi lengua pellizcada para no gritar. El canasto repleto, con esfuerzo lo levantan y se pierden por el camino al río.

   ¡Benaiga!, qué viejo más infeliz, ¡desgraciado! Hacer robar a mi madre y… ¿Los animales?, seguro él es el ladrón. ¿Qué pretende? Matar a don Clemente. ¿Se aman todavía? No me cabe en la cabeza, me arde el pecho. Agarro mi caballo y voy a emborracharme donde “las niñas”, en mi cabeza bullen mil ideas, pero de las más negras y ahí comienzo a planear…

   Días después, casi oscuro, mi madre asoma en la ventana:

   — ¡Anselmo, llegó la carreta con las verduras! —grita.

   —Allá voy. —le respondo. —Con cara fiera y el corazón agitado, le digo a Jerónimo que traiga al “Comerciante” a la bodega para que elija la carne y que el ayudante deje las verduras en la cocina y lleve la carreta fuera de las trancas, junto al camino, allá los bueyes reconocerán la huella a su querencia y en minutos desaparecerán. Ya di el primer paso no puedo retroceder, me acompañan los más negros pensamientos. Es tarde, ya oscureció; casi todos los empleados se retiraron a sus barracas, solo quedan los hombres del aseo que por ahí dan vuelta, pero me las arreglo para ejecutar la sorpresa para el tal Abel, ¡desgraciado! En la oscuridad, no alcanzó a ver el gancho de fierro que le cayó encima y le partió la cabeza, tres metros más allá quedó botado, ya está hecho. Ahí quedé, atareado hasta dejar todo trozado dentro de los sacos, lo malo que no puedo llevarlos a la chanchera en seguida, porque sospecharían los viejos que todavía andan cerrando portones y trancas. 

   Muy temprano me levanto y ensillo mi alazán. Ordeno a Jerónimo y a Venancio que me acompañen con las carretas al pueblo. Pedro ya tiene baldeado los pisos cuando pisamos la carnicería principal, al vernos reclama porque llegamos tan temprano, ¡todavía no llegan los otros muchachos don Anselmo!

   —No importa Pedrito, yo le ayudo. —le digo. —: Abro la cámara de refrigeración, que permanece con llave, y acarreo mis sacos especiales y los acomodo en un rincón, Pedrito y Venancio acarrean las carnes de cerdo y vacuno y las cuelgan en los ganchos. Cierro con llave sin antes advertirles que no toquen nada hasta que yo vuelva, monto a caballo y regreso al fundo.

   Una semana después avisan a don Clemente que dentro de dos días vendrán los compradores de los cerdos con sus camiones para llevárselos de inmediato. “Por la miéchica” tengo que apurar el tranco. Esperaba esta oportunidad, pero no tan pronto, tengo que ir a la carnicería del pueblo por los recortes de huesos y sobrantes, sin olvidar mis sacos especiales, para darles una buena llenada a los cerdos antes que se los lleven los compradores.

   —Que vaya Serafín, hijo, ya es tarde —dice con su lengua traposa don Clemente.

   —No, no papá, no se preocupe si vuelvo “al tiro”, llevo al cabro chico conmigo —respondo y pienso—: “me salió del alma decirle: Papá”. —: Alcanzo a ver una mirada escrutadora en la cara de don Clemente, al fin escuchaba lo que tanto deseaba: papá. Ya no tengo miedo.

Salimos al trote, el camino se hizo cortito. En dos horas ya estamos de vuelta con los sacos con huesos que vaciamos en la chanchera y que los cerdos, siempre insaciables, en minutos dan buena cuenta de ellos. Escucho la voz de mi papá desde el ventanal.

   —¿Volviste hijo?, el mate caliente te espera —dice.

   —Me lavo y subo papá, no demoro. —contesto.

                                                                         

Los ladridos de los perros rompen con impaciencia el amanecer. Mi padre me despierta con golpes de su bastón en la pared:

   —¡Apura hijo, apura, es la policía, en qué andarán! —dice nervioso.

   —Calma papá, calma no se agite, ya veremos —le digo.

   Empujo su silla de ruedas a la galería donde mi madre ya está asomada.

Mi padre, me obliga a preguntar, trago saliva,

—Buenos días sargento, ¿qué se le ofrece? —menos mal me salió un buen vozarrón.

  — Disculpe Don Clemente y usted también don Anselmo, pero ahora vinimos por trabajo. La mujer del caserío del bajo, al otro lado del río, denunció, que su marido Abel Huerta ha desaparecido. —responde y sigue—: como tiene negocios con ustedes creemos que puede darnos alguna pista, pero no se ofenda, son preguntas de rutina.

   Mi padre nos mira.

   —¿Ustedes qué saben? ¿Tú, Elcira? Y ¿Tú Anselmo? —pregunta, curioso.

   —No ha venido por acá, como diez días que estamos sin las verduras —responde mi madre, afligida.

   —Tampoco lo he visto papá, hace días que no cumple con el trato ese “Comerciante” —señalo.

  —Con su permiso don Clemente, pero es mi deber echar un vistazo por los alrededores.

   Ordena a sus hombres que examinen el lugar, mientras caminamos los dos junto a mi madre a las bodegas. Él, observa y se admira de tanto trabajo, a la pasada mira los cerdos gordos, casi cuadrados.

   —¡Oh qué hermosos animales! —dice adulador. (Seguro querrá llevarse su asadito, lo habitual).

   —Si mi sargento, treinta cerdos llenitos que en unos días se los llevarán. —agrego, con mirada inocente y una inevitable mueca misteriosa en mi boca.

  —Dicen que el tal don Abel huyó con su amante, “no era de los trigos muy limpios ese gallo”, a la cárcel entra y sale. —dice el sargento. Siento un murmullo y un golpe seco detrás de mí, miro y encuentro a mi madre en el suelo.

 

El tiempo pasa y las verduras se necesitan. Mi madre me pide lo acompañe a la casa del “Comerciante” a buscar las verduras con la carreta, —“cosa rara”, — pienso, si puede ir el Jacinto con la carrera. A lo mejor quiere ver con sus propios ojos que Abel, ya no está. Se ve muy desmejorada, más encima el día nublado. Llegamos al otro lado del río. La mujer despacha nuestro pedido mientras comenta, que su marido no aparece, lo más seguro que se fue con la otra, si dicen que tenía un hijo con ella.  ¡El muy sinvergüenza! Seis años alcanzamos a vivir juntos, no alcancé a conocerlo bien.  

   Mientras doy vuelta la carreta, mi madre con cara descompuesta, se adelanta por la huella del camino, le grito que me espere, pero desaparece rápidamente. Guío los bueyes hasta la entrada del puente y a mi madre no la veo, miro el camino de subida, nada. Con la garrocha, sin querer, engancho unas matas de betarragas que ruedan y caen al rio, las sigo con la mirada, mis ojos se abren como platos.

Allá abajo junto a las rocas con su cuerpo boca abajo sumido en el agua…¡Mi madre!

 

 FIN.    

ooooooo

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