Ya
terminadas las clases voy de regreso a casa por el camino ancho y polvoriento, que
divide la arboleda, hasta las casas de la hacienda “La Serranía”.
Mi nombre es Anselmo y amo estas tierras
agrestes, mi caballo alazán al reconocer los pinares y al sentir el mugir de
los animales apresura el tranco, yo tiro de las riendas y lo sosiego. Al llegar
al recodo del camino diviso las casas del fundo donde sobresale el caserón, de
techo color rojo, de don Clemente. Intacto se mantiene al otro lado del ancho
río que cuesta abajo indolente riega y da vida a frondosos bosques del lugar.
En la
subida espueleo mi pingo. Allá veo, junto a las trancas a mi padrastro, don Clemente
que espera mi llegada para comer y continuar con el trabajo que se ha
practicado por años en este terreno cordillerano: la cría de ganado vacuno y
faenado de animales de variadas clases. Su demanda es alta por lo que es un
negocio rentable. A mis trece años también ayudo; lo más importante es mirar el
desposte de las carnes, para cuando cumpla los dieciocho años poder carnear mi
res por primera, como es la costumbre, y tengo que asimilar y practicar la
técnica con el viejo Barrales, que es el responsable de esa labor.
Don Clemente: es un hombre mayor de
temperamento equilibrado, de aspecto agradable con sus mejillas enrojecidas y curtidas
por el sol, con su cuerpo obeso que demuestra el buen gusto por la comida, ¡ya
lo vieran! Nacido en esta inmensa hacienda, heredada por generaciones.
Para don Clemente el trabajo es lo principal
y fue lo primero que me inculcó además del amor por la justicia, cosas
importantes que él respeta al pie de la letra. Sin desperdiciar un minuto lleva
adelante este negocio de antaño y yo trato de continuar sus pasos. ¡Él, es mi
padrastro! Vivo en su propiedad desde que don Clemente pidió a mi madre en
matrimonio, de eso hace diez años.
Desde
antes de la salida del sol la hacienda cobra vida. Se comienza con el arrear de
reses a los patios donde son separados para el faenamiento. Todo se hace en
serie. A continuación, se pasa al desposte de las carnes por los expertos y las
cuadrillas de trabajadores se encargan de embalar los cortes en cajas, valijas
o contenedores especiales, tanto para las carnes como para las cecinas, carne
que es entregada para la comercialización en las carnicerías que don Clemente
tiene en el pueblo. Las carretas que las surten van semanalmente con variedad
de carnes: vacuno, cerdo, cordero, aves y también cecinas; las cámaras
frigoríficas y vitrinas de refrigeración quedan repletas.
La planta de faenado, es cosa de admirar:
aperada de utensilios específicos entre los que brillan, afilados cuchillos para
hacer cortes de calidad, se divisan mesones con serruchos, lazos y un sinfín de
cosas, también rieles donde se deslizan los ganchos acerados, además de la ropa
adecuada. Todo perfectamente en regla y con las normas de higiene
correspondientes. El lugar, por estar en altura, es bien ventilado, todo se
conserva fresco, la vertiente que corre cercana es puro hielo; yo me entumo
cuando paso las tres horas en observación de las faenas, ya me sé de memoria
“el teje y maneje” de las maquinarias y herramientas usadas por los expertos de
esa labor, eso sí, hay que tener “cuero duro” y “nadita” de andar
llorando, es el trabajo de esta zona y el negocio de don Clemente.
Soy
hijo único y don Clemente me da buenos consejos, siempre dice que obedezca,
trabaje y estudie, como lo hizo él, para que sea una persona que imponga respeto
y justicia cuando sea un hombre hecho y derecho. Con trece años no sé cómo seré
cuando grande, solo puedo prometer que defenderé a don Clemente con “uñas y dientes”, quiero a este hombre bueno
que me ha criado. Solamente tengo un problema, desea que le diga papá, pero no
puedo, no me sale, todo por culpa de Abel que siempre anda cerca, tengo
miedo. Me dolió, cuando el viejo encargado de las caballerizas me contó que mi
padre verdadero era Abel, me hizo jurar que a nadie le contaría, ¡qué
voy a contar!, si siento vergüenza.
Abel, era un antiguo empleado de don
Clemente que tomó malos rumbos y por ladrón a la cárcel fue a parar, ahora vive
en el bajo, al otro lado del río, encontró mujer hace como cinco años y se
dedican al cultivo de hortalizas y frutas. Nos abastece con sus productos que
intercambia por carne. De la historia con mi madre con él, poco me interesa, si
no me quiso, cosa de él; soy feliz con don Clemente.
Otra de mis tareas consiste en recibir la
carreta con las verduras de Abel, (mi padre) “el Comerciante” (así le digo) no saluda y me mira de reojo, asoma con
la carreta siempre cuando don Clemente no está, ¡parece adivino! Eso me tiene
angustiado. Le grito:
—¡Deje la carreta allá, lejito no más, en
las trancas!
—Si lo sé cabro chico, pucha que saliste
cascarrabias. —me contesta irritado.
Cada vez más cerca de la casa “el muy perla”, hasta la puerta de la
cocina se allega por un jarro de agua con harina tostada que mi madre le
convida y aprovechan de cuchichear. Cuando me acerco a caballo se despide y agarra
trote, menos mal, porque soy capaz de echarle el caballo encima, él, ya conoce
mis intenciones y yo, ¡casi las de él!
Mi madre dice, que cierre la boca y no le
cuente a don Clemente porque ya tres veces se le ha calentado la sangre y casi
muere, ¡La gordura lo tiene embromado!, pero golosea lo que pilla.
Ya
terminé mi último año de escuela, soy hombre grande. Ahora espero la fiesta
como es la costumbre.
Don Clemente “tiró la casa por la ventana”,
me celebró con todo: niñas con guitarras y cantos, asados de mi primer vacuno
carneado ¡Una fiesta bien regada! Y…, ya podré ir donde las “niñas de la
casa sonriente” y llevar los “regalitos” como es la usanza:
longanizas, buenos cortes de asados y costillares de chancho; igual como lo
hacía él cuando era joven, y… ¡Bien perfumado voy! ¡Puchas las niñas que me
quieren! Ahí me distraigo y vuelvo de madrugada. ¡No tenía idea que la vida… ¡No
era puro trabajo!
Una mañana don Clemente me esperaba,
desencajado:
—Mira hijo, te cuento, sabes muy bien que
las cuentas no pueden fallar, pero desde hace meses no cuadran, el Jerónimo las revisó varias veces y falta mucha
carne, ya estamos preocupados. —decía con respiración acelerada y ojos
inquietos.
—¿Qué sabes de eso, Anselmo? —pregunta.
—Si es por los “regalitos” don Clemente,
elijo justo lo indicado, jamás abusaría de su confianza. —le respondo.
Ahí
empezó la cosa. Desaparecían las cabezas de ganado gradualmente: dos corderos y
un cerdo, así suma y sigue. Luego cuatro terneros, con eso pobre viejo casi “paró las
chalas”, de la rabieta se le subió la presión, pero los robos se repiten: “Parece
que pretenden matar a don Clemente con puros malos ratos” — pienso. Pero abriré
más los ojos.
Y se repitió de día claro, apareció Venancio
a grito pelado:
—Patrón, patrón: faltan tres cerdos, una
vaca y dos vaquillas. ¡¡Esto sí fue
grave!!
Don Clemente volvió del hospital en silla de
ruedas y la lengua traposa, ¡se escapó
jabonado de quedar patitas por adelante! Pero don Clemente es hueso duro de
roer, enojado se hace amarrar al caballo día a día y sigue dando órdenes. Mientras
yo me llevo doble trabajo ¡Estoy desesperado, echo vistazos por todas partes! No
hallo las horas de encontrar al culpable.
Miro a mi madre, distraída toma su mate y
observa para el bajo, más allá del río.
Esta noche me toca juerga, todos lo saben. Voy
a la bodega por “los regalitos”, dos viejos me ayudan a elegir lo mejor,
luego salgo y en vez de agarrar camino para la fiesta, cruzo y me instalo frente
al bodegón de las reses faenadas, bien escondido y silencioso. Estoy preparado nuevamente,
para cualquier cosa y por octava vez.
Ya con la luna a tope, aguzo los sentidos al
escuchar ruidos, entre la puerta de la cocina y las bodegas se divisan dos
sombras fugaces que corren sigilosas…, se detienen justo en el portón del
bodegón de las carnes.
Lo que veo, no lo creo. ¡” El comerciante”
!, y ¡Mi madre! Ella saca llave al candado y entran…, estoy petrificado, con mi
lengua pellizcada para no gritar. El canasto repleto, con esfuerzo lo levantan
y se pierden por el camino al río.
¡Benaiga!,
qué viejo más infeliz, ¡desgraciado! Hacer robar a mi madre y… ¿Los animales?, seguro
él es el ladrón. ¿Qué pretende? Matar a don Clemente. ¿Se aman todavía? No me
cabe en la cabeza, me arde el pecho. Agarro mi caballo y voy a emborracharme
donde “las niñas”, en mi cabeza bullen mil ideas, pero de las más negras
y ahí comienzo a planear…
Días después, casi oscuro, mi madre asoma en
la ventana:
— ¡Anselmo, llegó la carreta con las
verduras! —grita.
—Allá voy. —le respondo. —Con cara fiera y
el corazón agitado, le digo a Jerónimo que traiga al “Comerciante” a la bodega para que elija la carne y que el ayudante
deje las verduras en la cocina y lleve la carreta fuera de las trancas, junto
al camino, allá los bueyes reconocerán la huella a su querencia y en minutos
desaparecerán. Ya di el primer paso no puedo retroceder, me acompañan los más
negros pensamientos. Es tarde, ya oscureció; casi todos los empleados se
retiraron a sus barracas, solo quedan los hombres del aseo que por ahí dan
vuelta, pero me las arreglo para ejecutar la sorpresa para el tal Abel, ¡desgraciado!
En la oscuridad, no alcanzó a ver el gancho de fierro que le cayó encima y le
partió la cabeza, tres metros más allá quedó botado, ya está hecho. Ahí quedé, atareado
hasta dejar todo trozado dentro de los sacos, lo malo que no puedo llevarlos a
la chanchera en seguida, porque sospecharían los viejos que todavía andan
cerrando portones y trancas.
Muy temprano me levanto y ensillo mi alazán.
Ordeno a Jerónimo y a Venancio que me acompañen con las carretas al pueblo. Pedro
ya tiene baldeado los pisos cuando pisamos la carnicería principal, al vernos
reclama porque llegamos tan temprano, ¡todavía no llegan los otros muchachos
don Anselmo!
—No importa Pedrito, yo le ayudo. —le digo. —:
Abro la cámara de refrigeración, que permanece con llave, y acarreo mis sacos
especiales y los acomodo en un rincón, Pedrito y Venancio acarrean las
carnes de cerdo y vacuno y las cuelgan en los ganchos. Cierro con llave sin
antes advertirles que no toquen nada hasta que yo vuelva, monto a caballo y
regreso al fundo.
Una semana después avisan a don Clemente que
dentro de dos días vendrán los compradores de los cerdos con sus camiones para llevárselos
de inmediato. “Por la miéchica” tengo que apurar el tranco. Esperaba
esta oportunidad, pero no tan pronto, tengo que ir a la carnicería del pueblo
por los recortes de huesos y sobrantes, sin olvidar mis sacos especiales,
para darles una buena llenada a los cerdos antes que se los lleven los
compradores.
—Que vaya Serafín, hijo, ya es tarde —dice
con su lengua traposa don Clemente.
—No, no papá, no se preocupe si vuelvo “al
tiro”, llevo al cabro chico conmigo —respondo y pienso—: “me salió del alma
decirle: Papá”. —: Alcanzo a ver una mirada escrutadora en la cara de don
Clemente, al fin escuchaba lo que tanto deseaba: papá. Ya no tengo miedo.
Salimos
al trote, el camino se hizo cortito. En dos horas ya estamos de vuelta con los
sacos con huesos que vaciamos en la chanchera y que los cerdos, siempre insaciables,
en minutos dan buena cuenta de ellos. Escucho la voz de mi papá desde el
ventanal.
—¿Volviste hijo?, el mate caliente te espera
—dice.
—Me lavo y subo papá, no demoro. —contesto.
Los
ladridos de los perros rompen con impaciencia el amanecer. Mi padre me despierta
con golpes de su bastón en la pared:
—¡Apura hijo, apura, es la policía, en qué
andarán! —dice nervioso.
—Calma papá, calma no se agite, ya veremos —le
digo.
Empujo su silla de ruedas a la galería donde
mi madre ya está asomada.
Mi
padre, me obliga a preguntar, trago saliva,
—Buenos
días sargento, ¿qué se le ofrece? —menos mal me salió un buen vozarrón.
— Disculpe Don Clemente y usted también don
Anselmo, pero ahora vinimos por trabajo. La mujer del caserío del bajo, al otro
lado del río, denunció, que su marido Abel Huerta ha desaparecido. —responde y sigue—:
como tiene negocios con ustedes creemos que puede darnos alguna pista, pero no
se ofenda, son preguntas de rutina.
Mi padre nos mira.
—¿Ustedes qué saben? ¿Tú, Elcira? Y ¿Tú
Anselmo? —pregunta, curioso.
—No ha
venido por acá, como diez días que estamos sin las verduras —responde mi madre,
afligida.
—Tampoco lo he visto papá, hace días que no
cumple con el trato ese “Comerciante” —señalo.
—Con su permiso don Clemente, pero es mi
deber echar un vistazo por los alrededores.
Ordena a sus hombres que examinen el lugar,
mientras caminamos los dos junto a mi madre a las bodegas. Él, observa y se
admira de tanto trabajo, a la pasada mira los cerdos gordos, casi cuadrados.
—¡Oh qué hermosos animales! —dice adulador. (Seguro
querrá llevarse su asadito, lo habitual).
—Si mi sargento, treinta cerdos llenitos que
en unos días se los llevarán. —agrego, con mirada inocente y una inevitable mueca
misteriosa en mi boca.
—Dicen que el tal don Abel huyó con su
amante, “no era de los trigos muy limpios ese gallo”, a la cárcel entra y sale. —dice el sargento. Siento un
murmullo y un golpe seco detrás de mí, miro y encuentro a mi madre en el suelo.
El
tiempo pasa y las verduras se necesitan. Mi madre me pide lo acompañe a la casa
del “Comerciante” a buscar las
verduras con la carreta, —“cosa rara”, — pienso, si puede ir el Jacinto con la
carrera. A lo mejor quiere ver con sus propios ojos que Abel, ya no está.
Se ve muy desmejorada, más encima el día nublado. Llegamos al otro lado del río.
La mujer despacha nuestro pedido mientras comenta, que su marido no aparece, lo
más seguro que se fue con la otra, si dicen que tenía un hijo con ella. ¡El muy sinvergüenza! Seis años alcanzamos a
vivir juntos, no alcancé a conocerlo bien.
Mientras doy vuelta la carreta, mi madre con
cara descompuesta, se adelanta por la huella del camino, le grito que me espere,
pero desaparece rápidamente. Guío los bueyes hasta la entrada del puente y a mi
madre no la veo, miro el camino de subida, nada. Con la garrocha, sin querer,
engancho unas matas de betarragas que ruedan y caen al rio, las sigo con la
mirada, mis ojos se abren como platos.
Allá
abajo junto a las rocas con su cuerpo boca abajo sumido en el agua…¡Mi madre!
FIN.
ooooooo
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