Mateo es mi nombre y ya
he cumplido cuarenta y seis años. Vivo en una villa llamada Los Ángeles muy
cerca de la cordillera con su vegetación casi a mi puerta y con vientos
especiales para disfrutar el interesante deporte-extremo que amo y practico.
Amo el Parapente. (Contracción de paracaídas
de pendiente). Muchos piensan que, para practicar este deporte único e
incomparable hay que estar un poco loco, es porque no saben el éxtasis que se vive
allá en las alturas, sin miedo compartir el espacio con las aves, planear en
pacíficos vientos por encima del mar, campos y cordilleras. En él, cruzar
grandes distancias y observar con satisfacción todo lo que la naturaleza ofrece
para disfrutar, orgulloso ir colgado de las nubes y agradecido del altísimo por
tanta belleza.
Desde mi ventana, al
atardecer, observo la calle por donde debe aparecer mi Gabriela de vuelta de su
trabajo en una compañía telefónica.
Mi Gabriela, ráfagas de nostalgias inundan
mi alma. La añoro en las noches cuando los turnos de trabajo me arrebatan su
presencia; “los fantasmas” me asaltan, tiran, me arrastran, casi me enloquecen,
pero me resisto. ¡Es una lucha constante! Y el arrepentimiento prende y no me
deja dormir. Pienso en los sufrimientos que he tenido que padecer durante ocho
meses con este cambio tan grande, todo revolucionado. Me siento como una sombra
sumida en esta crisis, cansado, pero asumo mi culpa y aquí la espero muy
nervioso. Inquieto voy y vengo porque la cosa está muy mal, es verdad que mi
matrimonio me lo eché al bolsillo. ¡Ay si fui muy bruto!, pero hago todo
lo que está al alcance de mi mano para recomponerlo.
Ahora mi Gabriela anda como sonámbula, no
quiere nada, absolutamente nada conmigo, no me habla, no me escucha, “no me ve”
y aquí sigo con mi frustración, vago el día entero como espectro sin que nadie
me dé bolilla. Quiero gritar, patalear, me esfuerzo para no perder los
estribos, me siento enfermo. No tengo ganas de trabajar, ahí están mis
cosas tiradas, no las uso, tampoco tengo ganas de cambiarme ropa. Si parece no
existo, de jean y zapatillas siempre. El ropero lleno con mi ropa de mi
trabajo, obviamente, comprado por mi Gabriela que tiene muy buen gusto.
Y ahora sin trabajo, ¡renuncié! No es
agradable que de la noche a la mañana te den la espalda y te quiten el saludo ¡En
un santiamén!, amigos y colegas con los que has convivido media vida. ¡¡No sé
qué pasó!! ¡Parece nadie me ve!
Santo cielos, si ni el portero me saludaba, ¡Qué
se creían! Que me caiga un rayo si fui irrespetuoso para merecer tanto encono.
¡Renuncié!
Trabajaba en un Banco de Inversiones, de
contador auditor. Realizaba mi labor con eficiencia, siempre cuidadoso de mi
presentación, además de buen compañero ayudándoles en lo que pudiera, lo que se
dice: un buen tipo, aunque de cerca venga la recomendación, pero así era. Depositario
de toda la confianza de mis jefes, trabajaba horas extras hasta en días
feriados, si me lo pedían y yo Don Mateo, firme al pie del cañón, sin
problemas cumplía como buen cristiano.
¡Oh! —dije, “don Mateo”; ¡Como nadie me
nombra ya, me asusto de mi propio nombre!
Mi onda, era trabajar con ahínco ya que
necesitaba el dinero para gastarlo enterito en mis distracciones. Pagaba las
cuotas de mi vehículo último modelo: con tracción en las cuatro ruedas para
caminos montañosos que recorría hasta ubicar el lugar adecuado para ejercer mi
deporte. Mi computador era de última generación, celular recién salido del
horno y todos los implementos del deporte que practico con los que me lucía muy
fachoso en los campeonatos, con mi esbeltez, sabía llevar muy bien esos
conjuntos que aportaban elegancia y desenvoltura.
Impecable: con mi tez tostada, ojos verdes y
mi cabello peinado a la gomina, era la envidia de hombres y mujeres. Y me
gustaba lucirme, Ja, cómo gozaba. Con mi loca juventud abrazaba la vida y la
doblegaba a mis pies, siempre trataba de obtener lo necesario para mi deporte,
pero, lo reconozco, me pasé de la raya, y cuando la rematé, fue, cuando compré
el parapente, ¡el más caro! Sin medir las consecuencias por el alto valor que
tenía.
Solo gozaba el haber cumplido mi sueño, por
fin mi planeador ligero flexible sólo para mí, lo creía imprescindible ya que
practicaba ese deporte y como Dios manda. Había hecho el curso con todos los
elementos exigidos para planear: casco, equipo de radio, GPS, altivario,
paracaídas de emergencia y el SIV- (simulación de incidentes de vuelo). Y así,
bien preparado me elevaba con mi “Ala”, como un pájaro libre en disfrute del
paisaje con la adrenalina a mil, que me provocaba una sensación única. Dicen es
peligroso, pero creo es cuestión de suerte.
Independiente del gozo
que me producía mi deporte, a veces me sentía culpable por dejar abandonada a
mi Gabriela. Tan responsable de su trabajo, de la casa y ahora también se le
sumaba el pago de mis deudas desde hace ocho meses y lo hace sin chistar, muy
comprensiva es todo un primor mi mujer amada. Vale su peso en oro, aunque remuevan
el mundo entero no encontrarán otra. Ah… Y si creen que me ruborizo por verla
cancelar mis cuentas, se equivocan, ya que ella me conoció un poco loco, tenía
mi casa propia con doce piezas, obsequio de mis abuelos que me criaron. La
casona es antigua, todavía en muy buenas condiciones, Gabrielita arrienda unas
piezas a dos amigas, así que algo de dinerito extra nos cae.
Fuerza, es mi Gabriela. Vino a verme por
unos asuntos de contabilidad. Comencé a “guiñarle el ojo” en cuanto la vi: no
muy alta, bien entradita en carnes, rubia, de pelo rizado, ojitos azules como
el mar, me enamoré. Anduve urgido porque no demostraba interés por mí, (sin
pensar que ella ya me había echado el ojo y cuando a ellas se les mete
algo en la cabeza…, ufff.) Tenía que casarme con esa mujercita adorable.
Con casi cuarenta años Gabriela le tuvo
miedo a la maternidad, mucho a mí no me importó ¡cómo podía importarme!, si íntimamente
quería mantener el título de Rey de la casa, así que eso, no fue motivo de
alejamiento. No tocamos más el tema, nos dedicamos a vivir nuestro amor. Todo
hasta ocho meses atrás, cuando la abrazaba, sentía mis manos y brazos llenos de
ella, de su piel, de su fragancia, era tan lindo. Fui tan feliz en esa época,
pero la tranquilidad duró poco, alguien metió su cola y todo se arruinó. Ahora
la cosa está muy mala, ya llevo muchos meses, invisible. Y pasa llorando,
prefiere conversar con sus amigas y a mí: ¡Ni bolilla! El abismo se hace
inmenso, ¿será por el pago de las altas cuentas? Ay Dios, qué me daría ser tan
derrochador.
Para
subirme el ánimo enfilé hacia el banco. A penas entré recibí la “ley del
hielo”. Fui a mi escritorio y ahí estaba sentado un joven haciendo mí trabajo. Pasé
como un soplo y me fui, siento que estorbo en todas partes.
Son las ocho, ahí diviso
a mi Gabriela con su vestido oscuro, oscuro como su pena. Abro mis brazos, pero
pasa de largo, sigue enojada. ¡Ay qué barbaridad, hasta cuándo! Necesito de sus
caricias para saber que existo, que me vuelva a la vida con sus besos.
—¡Te amo, te amo mi vida!
—le grito. Se hace la sorda y no da señales. Bueno, aquí seguiré pagando
mis culpas.
—“¿Y ahora qué pasa?” —me pregunto. —Las dos
caminan hacia mi guardarropa y sacan todo.
—“¿La venderá?” —pienso. La verdad ya no la
necesito, sólo son malos recuerdos.
—¿Retiro todo, Gabriela? —le pregunta Lucía.
—¡Si todo! —responde ella, con voz decidida.
Ellas, sacan los álbumes de fotos. Gabriela acaricia
una a una las imágenes con sus ojos arrasados de lágrimas, solloza al ver las fotografías
donde aparezco con la cinta en bandolera escrita con letras doradas que dice: “Campeón
de la 3ª temporada de Parapente”. Me ama, pero no quiere dar su “brazo a
torcer”. La bodega está llena con mis cachureos, lo que no veo es mi
“Parapente” y ni preguntar.
Un silencio aterrador invade
la noche, presiento algo difícil de descifrar, mezcla de incertidumbre y dolor.
La alcanzo en el dormitorio, Gabriela arrodillada junto al crucifijo de la
mesita y con sus manos en oración: “Señor, te suplico me des la tranquilidad,
todo lo he aceptado como lo has dictado mi Dios, pero el consuelo no llega mi
Señor. En cada aliento está su presencia y lo sigo amando como el primer día.
—¡Ay mi Mateo! —se queja y sigue—: Mi marido
hermoso ¡Cómo te extraño! ¡Cómo pudiste hacerme esto! Virgen Santa quiero alivio
a mi pesar.
—¡Padre Nuestro que estás en el cielo…! —clama,
gime y sigue con sus rezos, la veo, sigue… ¡De pronto…! Siento que mi
cuerpo, se mueve suavemente en dirección al corredor, avanzo sin poder evitarlo,
atravieso la pared de madera, volátil alcanzo la puerta de la calle, lentamente,
etéreo, ella, sigue en sus rezos…
¡Oh! Asciendo, cada vez más alto diviso mi
casa muy pequeña, toco mis manos y no las siento, mi cuerpo se ha esfumado,
estoy muy alto ya no veo a mi Gabriela, pero escucho que sigue con su: “Padre
nuestro” …
Voy como celaje en brazos de vientos formidables, ¿Lazos?
¿Cables? ¿Qué son? Ah… ¡Las cuerdas de mi “Parapente”! ¿Qué
hacen aquí?
Me viene un fugaz recuerdo de una tarde de
hace ocho meses atrás, estoy a gran altura cerca del volcán, abajo se extiende
el azul del mar: frenético, el “Parapente” sin dirección escapa en gruesa nube
de tormenta que hace difícil su conducción y cero visibilidades, luego sentí un
tirón en mi cuerpo, libre el paracaídas se lanza veloz en trayectoria al mar,
impulsado por esos vientos huracanados desencadenados esa tarde y yo… NO, no,
ahora entiendo. ¡¡Estoy muerto!! Ese día, trabado el paracaídas
de emergencia no tuve ninguna posibilidad. ¡¡Tanto practicar esa
emergencia y no sirvió de nada!!
Mi espíritu se resiste enfurecido.
No quiero irme: ¡Gabriela! ¡Basta de rezos! Quiero estar contigo amor, mi vida,
te quiero, te amo, pero los rezos continúan..., subo, subo a lo infinito.
Giro, giro en el arnés y como un suspiro cautivado por ese azul intenso,
el parapente se zambulle en profundo océano.
¡Al fin descanso!
FIN
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