Tomé
las llaves y cerré la puerta de la escuela esa tarde de invierno, ya terminado
el día de trabajo por fin iba de regreso a casa. Algunos niños como siempre
corrían echando carrera cerca del auto, a pesar de la lluvia ellos corrían y
corrían por el camino angosto y embarrado que serpenteaba paralelo al río, era
su despedida cotidiana; yo en mi Chevrolet Coupé del año cuarenta y uno, no
tenía problemas era especial para esos caminos ripiados, me sentía segura.
Sólo dos kilómetros, que se recorrían en pocos minutos, separaban
la escuelita del pueblo. El auto, a cuatrocientos metros ya pisaba pavimento. Ahí
se encontraba el molino grande, justo en el semáforo. Por el ancho portón se
observaba a don Facundo y a su hijo Pedro en su trabajo diario, registrar en su libreta los sacos con trigo, acomodadas
en las carretas, recién llegadas para la molienda, transportadas por los
campesinos desde los campos del interior.
Todos los sábados compraba el quintal de harina para el pan, ya no tenía que bajarme del auto, don Facundo mandaba el quintal de harina con su hijo Pedro para acomodarlo en el maletero, apenas nos mirábamos, ya era mecánico el actuar, sólo el saludo cotidiano.
Esa tarde llovía
demasiado, me sacudió un mal presentimiento, se veía el cielo negro por el agua.
Seguí
mi marcha acelerada, una pequeña subida y en viraje hacia la izquierda
enfrentaba la pendiente que llevaba directo por debajo del puente ferroviario.
Siempre a velocidad moderada, pero cada vez en aumento por lo
inclinado del terreno, rápidas giraban las ruedas del automóvil ausentes del
desastre inminente, pisé el freno, volví a hacerlo, repetí, no respondió,
aterrada pisé a fondo, tampoco el efecto deseado. Como en aceite se deslizaba
el pesado automóvil cuesta abajo sin poder detenerlo, me aferré al
volante.
Miré
espantada, ¡Oh Virgen Santa! La carretera que pasaba por debajo
del puente ferroviario estaba inundada por las copiosas lluvias. Con la mente
en blanco y con los
latidos de mi corazón en la garganta, en segundos sentí el feroz impacto de las
aguas en una gran ola que engulló la parte delantera y pasó por encima del
techo, asumí que se quebrarían los vidrios, por lo que incliné la cabeza y
apreté los dientes, entera rígida, parecía que toda esa agua iba a penetrar en
mi boca, me zumbaron los oídos, sensación de desmayo, percibí la sensación de
flotar, ¡flotaba! Traté de abrir los ojos y miré el parabrisas, gracias a Dios,
estaba intacto.
Ahí
me hallaba sentada en la posición más ridícula que se pudiera imaginar, en
tenue luz, debajo del puente, sola. Mordía mi labio para alejar el pánico, con
los ojos pegados en el agua que veía a través del parabrisas. Respiraba,
gracias al bolsón de aire que se produjo por tener completamente alzados los
vidrios, eso además impidió que el agua no entrara inmediatamente.
En
el silencio horripilante mis oídos punzaban. Parecía un sueño, pero de
pesadilla, sólo mi corazón que trataba de escaparse por la boca y martillaba atolondrado
me mantenía en la realidad. El auto dejó de flotar y gradualmente se
asentó en el pavimento, el agua grisácea revuelta se calmaba y ya en total
calma quedó a veinte centímetros del techo, aproximadamente. Ruiditos como
chillidos de lauchas comencé a oír, era el agua que comenzó a filtrarse y
cubría el piso,
Mi
mente giraba a mil por mil, mi cuerpo no respondía a ningún movimiento. ¿Qué
hago? Rápidas pasaban las imágenes, mis padres, mi abuelita, ¡Virgen
Santa! No sé por qué me acosaban esas imágenes, no pensaba en ellos,
sin embargo, ahí estaban, claritas cabalgaban alrededor, agarradas de mis
pelos, de mi cerebro, sacudía la cabeza cerraba los ojos para no
verlas.
Tenía
que abocarme a buscar una solución, mover mi cuerpo era lo primero. Alcé los
brazos con esfuerzo, palpé mi cara, mi cabeza, estaba bien, aparentemente no estaba
herida.
Escuché
los gritos que venían desde arriba del puente.
—¡Señora,
Señorita, muévase, ¡salga por Dios! —exclamaban.
El
agua, se deslizaba por el borde de mis botas altas y sumergieron mis pantorrillas
en el agua sucia y helada.
Oh…
¡Santo Cielos! Serán estos mis últimos momentos, no sabía nadar. Jamás me gustó
el agua y ahora “¿Ahogada moriré?” —pensaba. Cuántas veces mis hermanos
quisieron enseñarme a nadar en ese río hermoso que orillaba el campo de mis
abuelos y bueno, ahora de nada me serviría, estaba atrapada.
¡No
podía creer! Me quedaban minutos de vida, educada en colegio de
monjas la costumbre me obligaba a rezar, con el Padre Nuestro en los labios contorsioné
mi cuerpo con gran esfuerzo y aún prisionera del cinturón de seguridad me
arrodillé en el asiento con el agua hasta las caderas, miré hacia atrás con la
cabeza pegada al techo.
Ahí,
en ese amplio espacio interior, estaba todo lo entregado por los niños, bolsas
con figuritas, cuadernos, las verduras, y aunque era difícil creer, danzaban
hasta los chorizos en forma de V con la punta hacia la ventanilla del
conductor. Mi cerebro lo recibió como una señal, como una orden, giré y empecé
a forcejear con la puerta, pretendí abrirla, pero advertí que se encontraba
trabado el cinturón de seguridad con la correa de mi cartera, rápida contuve la
respiración y metí mi cabeza bajo el agua para poder desenganchar el cinturón
que me cortaba por la cintura, logré zafarme con la boca llena de agua sucia;
las manos me dolían por el esfuerzo, mis huesos con sensación de dislocados.
Casi morí al ver el agua con tintes rojos, ¡Dios estoy herida!, pero distinguí
que era mi falda de lanilla roja que desteñía y comenzaba a
escurrir tonalidades rojizas.
Desesperada empujaba, pero la puerta no cedía, probé con el hombro,
sentada puse mis pies sobre el vidrio ya totalmente en agua y empujé, di
patadas y nada, nada, todo seguía igual. El agua presionaba con fuerza, no
quedaba más que descorrer el vidrio de la ventana, Virgen Santa, moriré.
De un
manotazo agarré la perilla alza-vidrios, resbalaba mi mano por los nervios y el
apuro, descorrí el vidrio poco a poco, con la cara pegada al techo, en segundos
el agua comenzó a entrar y se deslizó por el borde del vidrio y mojó lo poco
que quedaba seco, lógicamente, el nivel de agua subió en el interior del
vehículo.
Con
el agua hasta el cuello, literalmente, y mi nariz pegada al ángulo que formaba
el vidrio con el techo, apenas respiraba, horrorizada.
Había bajado el
vidrio a su base, hincada como estaba luché con el chorro de agua y logré sacar
la cabeza fuera del auto, empujé hacia arriba y mi mano alcanzó el fierro del
maletero del techo, me alcé y conseguí sacar el otro brazo, con toda mi fuerza hice
un giro con mi cuerpo de cincuenta y cinco kilos y quedé sentada al borde de la
ventanilla abrazada a las latas, ya mi cabeza estaba fuera del agua y podía
respirar, abrí la boca para dar un grito, pero mi garganta emitía estrangulados
y roncos sonidos, sin poder ver escuchaba los gritos y los aplausos de
las personas que miraban desde arriba del puente.
—¡Bravo
ya salió! ¡Ya salió! ¡Señorita no es usted la primera! Con
usted ya son cuatro —escuché.
Sentí
carreras por la cuesta y unos brazos alrededor de mi cintura me jalaron, una
voz preguntó si estaba bien, me acurrucó en su pecho y sólo la respiración
sentía de la persona que me cargó por la pendiente resbalosa, seguida por un
gentío alborotado. Todo había transcurrido tan rápidamente, pero
parecieron horas.
—¡Don
Pedro, don Pedro! ¿Lo ayudamos? —decían los curiosos.
Mucha
gente se acercaba, aplaudían mi buena suerte, no la misma suerte del auto que
cayó anteriormente, su dueño de cuerpo macizo no tuvo oportunidad de salir y
ahora esperaban la autorización para sacar el cuerpo sin vida. ¡Perdí el
conocimiento!
Recostada en un viejo banco de madera instalado en la pared de una
casa, de esas bancas que usan los caballeros para leer el diario, aterido yacía
mi cuerpo pequeño que vertía agua.
El
alboroto quebraba la tarde, voces, gritos chirridos, carreras.
Escuchaba
en mis oídos las voces de aliento instando a recobrarme. El ruido del motor de
un tractor se hacía fuerte, calculé que sacaban el auto. Era todo tan irreal,
algo nunca imaginado, tenía frío, me dolía la cabeza, las manos, me sentía
atemorizada, con los músculos endurecidos, trataba de mover la boca y no
obedecía.
El
contacto de unos labios en mi boca que insuflaban aire me trajo suavemente a la
realidad. Quieta sin pestañear, la vanidad me inundó: ¿Quedaría algo
presentable en mí?, ¿aún mojada me vería linda? Sentí de nuevo los labios,
lentamente levanté mis parpados y ahí a centímetros encontré a Pedro, el dueño
del molino, con los ojos verdes más lindos que viera en mi vida adornados con
tupidas pestañas, quedamos embobados en una mirada larga y profunda, en un
tiempo sin tiempo sucumbí ante esas dos esmeraldas que rebozaron mi
corazón.
Su
cabeza recortada en el cielo, ahora cargado de nubes, el mismo cielo que vería
por veinticinco años a su lado.
En un chispazo
agradecí al señor por encontrarme viva. Pedro me miraba:
—¿Está
mejor? ¿Señorita Lucrecia se siente mejor? –preguntó.
La
verdad me sentía horrible, como pájaro mojado y desplumado, en una calle
desconocida con personas extrañas. Mis manos entre las manos de una mujer mayor
que trataba de darme calor, otra enjugaba mi ropa con toallas. Tanta
solidaridad y cariño me emocionó, relajó mi cuerpo y las lágrimas comenzaron a
correr abundantes por mis mejillas.
—¡Traigan
café! ¡Por favor café bien caliente! —dijo Pedro. Tiene que
recuperarse para llevarla al hospital. No
quería ir al hospital, en lo único que pensaba era irme a casa, ya
estarían preocupados por mí tardanza.
Reconfortada
me levanté con su ayuda, pero con una sensación terrible en mi cabeza que daba
vueltas, tomada del brazo de Pedro crucé la calle en dirección a mi vehículo
que allá desaguaba. Saqué las llaves, lo cerré y acepté el ofrecimiento de
Pedro de llevarme a casa en su camioneta. Él, trasladaría el auto al taller,
así que le pasé los documentos que ya estaban a mi nombre. Mi joyita me había costado el esfuerzo de dos
años de trabajo.
—¡Don
Pedro, don Pedro, no se preocupe, nosotros nos ocupamos del molino y de su
papá! —gritaron unas personas.
— Gracias,
gracias, voy y vuelvo—.
Me
acomodó en el asiento con un vaso de café en las manos, que por lo heladas que
las tenía lo caliente no sentía, enfilamos hacia la carretera a la casa de mi
abuelita, sin sospechar ni por un segundo que la vida nos tenía reservada una
hermosa sorpresa, fue como nuestra primera cita y jamás volvimos a separarnos. Pasado
un año, muy enamorados nos comprometimos en matrimonio, por veinticinco años.
Ahora, te recuerdo
nítido, mi Pedro. Ya te has ido, ya no estás. Sentada en el
mismo escaño donde recostada esa tarde lejana miraba el cielo ceniciento sobre
tu cabeza, donde tus labios tocaron los míos por primera vez. Veo tu pelo
oscuro, tus ojos color esmeralda en esa esbelta figura que te acompañaba para
enamorarme y para el arduo trabajo; mi amor querido, siempre amante y
preocupado.
—¡Cuánto te extraño y cómo te amo! —gemí.
Ya no
te tengo, es cierto, pero te tuve y fuimos muy felices durante esos años, regalados,
que vivimos juntos, tu recuerdo lo llevo conmigo y estará por siempre en la
mirada de nuestros hijos.
Pedro, aquí fue nuestro primer encuentro y
aquí me despido. Alcanzo a divisar el camino por debajo del puente ferroviario,
totalmente inundado como en esa oportunidad y mi cuerpo se estremece al recordar
esa agua congelada que nuevamente apresa mi corazón.
Tomo mi bolso y pongo
la carpeta bajo el brazo, apuro el paso y saco las llaves para cerrar
definitivamente la puerta del molino.
Aún
me quedan años para seguir en tránsito por el camino angosto y ceniciento que
me lleva a la escuelita rural, donde me esperan contentos, un montón de
chiquillos.
Qué
bella es la vida...
Fin.
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