Mi corazón empieza a
saltar cuando falta poco para llegar a casa, casi
siempre apresuro el paso al enfrentar la solera que conduce a la puerta de
entrada, en ese pequeño pueblo llamado “La Esperanza”. Ágilmente cierro el
paraguas y me dirijo al buzón, con mano temblorosa busco el borde filoso de un
sobre. ¡Nada! Como siempre mi mano hurga en el vacío.
Hace varios años, Marisol, mi única hija y
su marido Justino se marcharon a la capital, éste, un joven guapo, inteligente,
el sueño de toda mujer para compartir una vida, además tolerante, pues desde, que
nos conocimos fluyó la buena energía y logramos establecer una buena relación y
ahora mucho más…, ya que de él recibo noticias de la familia. ¡Si hasta me pidió amistad en Facebook!, a la
que obviamente acepté y desde esa ventanita hemos seguido el crecimiento de los
niños como los avances de mi nieto Juanito, el menor, mi corazón se desborda
cuando lo veo, con grandes ojitos oscuros y pelito rizado.
Anhelante todos los días reviso las imágenes
y grito a Graciela cuando encuentro nuevas fotos con las travesuras de los
chicos, se confunden nuestras risas al verlos en sus cumpleaños o paseos. Siento
no poder disfrutar con ellos.
Al último bautizo, tampoco pudimos asistir, no
alcanzaron a comunicarnos y no podemos llegar de visita sin una invitación, no,
no... No se hace, la pondríamos en una difícil situación, las obligaciones de
una gran ciudad son diferentes, además, si quisiéramos llegar de sorpresa, no
sabríamos cómo hacerlo, no tenemos la dirección. Espero ansiosa que llegue esa invitación,
pero será, hasta que Marisol lo decida. Tengo el convencimiento absoluto que lo
hará, mientras tanto, acaricio con nostalgia el frío material de la pantalla.
Luego
se cumplirán seis años desde que partieron, parecen siglos, por eso cuando asoman
en la pantalla los tres muchachitos se derrite mi corazón y agradezco las
facilidades de estas cosas modernas.
No olvido las risas de Graciela cuando
contratamos este servicio, imaginamos que nunca entenderíamos el manejo de las
redes y ahora aplaude cada vez que nos instalamos frente al computador y nos
disponemos a disfrutar de tantas cosas instructivas, especialmente de temas que
nos interesan como la identidad de género. La sociedad lentamente va cediendo y
dando espacio para que personas, una minoría, sepultadas por miedo paralizante
y por años cuestionadas, "salgan del
clóset" y declaren públicamente su homosexualidad, aún a costa de ser
vilmente discriminadas. Importantes artículos que leemos con gran deleite.
Justino siempre (por años) avisa con unas letritas
en "feis", que mi Marisol con tanto trabajo en la oficina, más la
casa, los niños, no le queda tiempo para llamar o escribir, pero así es la vida
en ciudades grandes, todos a la carrera se esfuman los amores filiales.
En su cumpleaños, la llamo ansiosa, pero
siempre responde la niñera: que todo está bien, que no me preocupe. Siempre la
misma tonadita, ardo en ganas de hablar con mi pequeña, hay veces en que
desvanezco y veo como mi paciencia se agota, ¿cuándo la veré nuevamente?
Abro la puerta, tiro el
abrigo y veo el identificador de llamadas. ¡Nada de la capital! Me tiro con
desgano, desilusionada, como trapo viejo en el sillón. Otro día sin noticias “¡Hija
de mi corazón sólo espero te encuentres bien!”
Escucho el arrastre de zapatillas y aparece
Graciela, mi querida compañera con su cara iluminada por una gran sonrisa y en
sus manos la clásica bandeja, café bien caliente acompañado con humeantes
bizcochos. Saluda con un suave beso y conversa, porque sí es buena para hablar.
Me cuenta las novedades del día; faltan unas planchas de zinc para la
renovación del techo…, tendré que salir temprano por ellas, bueno, así
aprovecho de enviar el dinerito a Marisol como hago todos los meses, de algo
servirá, creo, les cae bien porque nunca viene de vuelta.
La camioneta la vendimos ya no prestaba
utilidad. Mucho nos sirvió en sus tiempos, hasta para arrancar de los vecinos.
Mi Graciela, es tan
generosa y quiere a la niña como si fuera su propia hija, la extraña y a veces
la encuentro llorando. Ella es la encargada de la casa, así yo puedo seguir con
el negocio un tiempo más, el dinero no lo necesitamos tanto, pero es importante
mantener la dirección porque puede llegar una carta.
Observo a Graciela, con grandes ojos
almendrados de cutis suave, no representaba sus cincuenta y tres años, con su
pelo rizado que cae sobre su frente se ve muy bella, es todo para mí.
Un recuerdo amargo aflora
cuando me deprimo y que sigue grabado a fuego en mi cerebro. Ese día en que,
con mi honor mancillado por un desconocido en una oscura noche de invierno, se
tronchaba mi vida para siempre perdiendo todo, hasta el cariño de mi padre,
persona ruda que hizo oídos sordos a lo ocurrido, hombre chapado a la antigua,
muy terco no dio su brazo a torcer. Según él, por andar de enamorada había
entregado mi pureza y ya no era digna de vivir bajo su techo y con mis hermanos,
que me había convertido en total vergüenza para la familia y por supuesto tampoco
podía seguir con mis estudios, con siete hijos más que criar; de esa manera el
olvido se estampó en mi vida. En un lugar costero me ubicaron para esconder mi
pecado; ahí apareció Graciela en mi existencia, desde entonces permanecemos
juntas.
Dura época en que las
madres solteras eran repudiadas, fue imposible no acatar la orden, agaché la
cabeza y mirando mi vientre abultado con ojos tristes cogí mi maleta y
desaparecí de sus vidas con dieciocho años.
El lugar era discreto;
sencillo y limpio. Cada mes llegaba un dinero para cancelar los gastos; años
después supe lo enviaba mi madre.
Graciela, una joven casi de mi edad ocupaba
la pieza contigua, el contacto era diario y siempre con una sonrisa saludaba mi
vientre. Germinó una amistad de pura necesidad; ella sola, con veinte años, madre
desaparecida y discriminada por sus tías por su inclinación sexual, hacía lo
posible para subsistir, trabajaba en una frutería, todos los días dejaba una
frutita en el borde de la ventana, sin hablar, sólo al pasar… ¡Ay cuanto lo
agradecía! Mi vientre saltaba a la caricia de esas jugosas delicias.
Llegó el nacimiento y ahí estuvo Graciela. Colgada
de su brazo me dirigí al hospital en un grito. Sanita y regordeta, grandiosa como
el mar y luminosa como el sol, mi Graciela la nombró: Marisol. Fueron tiempos
difíciles, ella encontró otro trabajo donde le pagaron bien, arrendamos una
casita y fuimos a vivir las tres; yo cuidaba a mi niña, hacía tejidos, dulces,
que vendía y algo extra ganaba, hasta que llegó el día del gran acontecimiento.
¡¡Graciela ganó un premio!! ¡Bravo! Para
nosotras bastante dinero. Diosito nos había premiado. ¡Éramos ricas! Respiramos felices, reímos hasta caer al
piso.
Sin dar muchas vueltas comenzamos por
comprar un terrenito, con Alamiro, el inquilino, incluido, él se hizo cargo de
todo: siembras, árboles frutales, maderas y animales y les sacaba buen provecho
favoreciendo nuestras arcas. Muy bueno salió el hombre, honesto y muy
cristiano, decía que no había como sus dos patronas, pero la gente quería saber más, en su ignorancia insinuaban cosas
feas. A nosotras no nos preocupaba. Ya se abrirían los criterios.
Compramos una casa, bien soleada, con jardín.
Todo muy primoroso, lo malo fue que los vecinos no nos aceptaban y demostraban
su descontento de mil formas. Sentíamos su antipatía, especialmente cuando
íbamos a misa, nos aislaban, parecía como si tuviéramos tiña, gratuitamente nos lanzaban groserías al pasar, pero nunca
dejamos de ir, teníamos que completar la educación de Marisol y lo primero era
implantar la semilla de la fe. Fue entonces que nos convencimos de comprar vehículo,
así andaríamos tranquilas. No cabíamos en nuestro pellejo cuando subimos a nuestra camioneta. Íbamos al campo,
lindos fines de semana afianzando nuestra relación, tiempos inolvidables en
verdad. Con los años los vecinos se relajaron, se cansaron de mostrar su
animadversión y nos aceptaron, igual, nos daban miraditas maliciosas cuando
corríamos de la mano tras Marisol.
Puse una tienda “De todo un poco",
camino al colegio quería estar cerca cuando empezara su rutina. Creció mi niña
con hermosa sonrisa, tez pálida, pelito rizado. ¡Era la luz de nuestros ojos!
Así transcurrieron los años..., lindos
tiempos marcados por reglamentos escolares y yo su compañía obligada, jamás
sola. Pasó el tiempo muy rápido, constante seguía sus estudios superiores en
una ciudad cercana. Sacó su título de contador auditor con honores. Cómo nos
sentíamos de orgullosas.
¡Felices!
¡Nuestra niña estaba titulada!
Jubilosas tocamos el cielo con las manos.
Con tanto cariño a su alrededor le fue fácil lograr su meta creo yo, o… ¿No fue así?
Preparamos una gran celebración en casa,
Justino, con su mente abierta nos adoraba y era correspondido. Todo salió
perfecto para nosotras, no así para Justino que quedó un tanto frustrado porque
Marisol no quiso salir a bailar, —no insistas, mejor
en privado —dijo.
Pasaron varios días,
meses...
Llegó el día en que,
Marisol, que era de poco hablar, nos golpeó con la noticia sin inmutarse, dejándonos.
¡Petrificadas! Comenzó diciendo:
—Como ya he terminado mis estudios soy libre
para tomar mis propias decisiones y he resuelto irme a la capital donde ya
tengo un cupo en una empresa, nos casaremos en casa de los padres de Justino
que viven al norte de la capital; se me apretó la garganta mientras me tiritaba
la pera, retorcí mi pañuelo hasta dejarlo hecho una soguilla.
—¿No pretenderán que las invite y las
presente, cierto? —sonrió y agregó —: nada me impedirá cumplir con mi meta
trazada lejos de ustedes, espero comprensión y por favor, déjenme vivir mi
vida.
—¡Marisol! —gritó Justino con las mejillas rojas.
No podía creer que mi niña estuviera
avergonzada de nosotras. Y estaba hablando en serio. Como aturdida seguía escuchando
cada vez más asombrada tragué saliva, miré a Graciela con sus ojos cuajados de
lágrimas inmóvil sin abrir la boca. Sin un segundo para pensar, nublada la
mente. Nunca pensé que iba a llegar tan lejos. Al final nada que hacer,
seguimos con el amor de siempre.
¡Así fue! ¡Y así lo hizo!
—¿Recuerdas
Graciela esos tiempos? —le pregunto y pensé—: “¡Ay, ¡cómo me duele ese recuerdo!”
Graciela cariñosa toma mi
mano, siento su consuelo, me acaricia con la mirada y ofrece otro bizcocho
mientras revuelve su café.
—¿Mercedita estás cansada?
Vete a la cama sigue lloviendo fuerte y hace frío —me
dice. —Todavía
tengo trabajo en la cocina —continúa—: estoy preparando una torta de chocolate
para tu cumpleaños. Mañana pasaremos un día lindo, iremos al campo y
disfrutaremos de la naturaleza que en invierno también es bella, cabalgaremos
hasta el río, visitaremos al viejo Alamiro y llevaremos caramelos para los
chiquillos. ¿Te parece? Sigue bla, bla...,
tal vez mañana tengamos noticias de la capital.
—¿Crees lo hicimos bien
con Marisol? —me dice—: ¿Lo habrá pasado mal en el colegio?
—¿A qué edad se daría
cuenta? —insinúo.
—¿A veces pienso si
Marisolcita estaba feliz con sus dos madres o necesitaba también un padre? —pregunto.
—¡Pero es lo más que
pudimos darle!
Quedé cavilando...
FIN
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