5/24/2022

EL CANASTO DE MIMBRE

 

Mi nombre es Jerónimo y vivo en el extenso campo de mi padre donde hay mucho trabajo, con mis hermanos mayores estamos desde temprano dándole con ahínco a todo lo que mi padre requiera, pero seré sincero, ellos trabajan y yo saco la vuelta, ocupo mi tiempo en perseguir todo lo que lleve tacos y huela a mujer. Salí muy “picado de la araña”. Ser hijo regalón del patrón, ¡es cosa seria! Dándome todos los gustos y si no, con trampa… ¡¡Lo consigo igual!! 

 

   Estuve con un pie en el altar, ¡cuatro veces! Y ahí quedaba la cosa, acto seguido los sermones contundentes de papá, pero ya lo prometí, para la próxima vez, ¡sí tomaré en serio el asunto! Primero, porque no quiero avergonzar más a mi padre. Y segundo, porque con el “boquete” pegado a mi nariz, se queda uno curado de espanto y no quedan más ganas de andar jugando al corre que te pilla. El boquete de la escopeta lo vi a tres centímetros, ¡faltó poco!

 

Sucedió cuando Pilar, la muchacha de la hacienda vecina regresó de la ciudad convertida en toda una mujer y qué mujer, casi no lo creía, muy re-linda la jovencita. Ellas son así, en dos tiempos se transforman y aparecen con sus flamantes curvas arriba y abajo. Con sus dieciocho años, cabello largo que cubría su espalda y su cuerpo de caderas cimbreantes era para quedar bizco, me tuvo al instante de “la jeta”, no puedo negarlo.

   La rondé varias semanas hasta que encontré la oportunidad de acercarme a ella, cuando el padre y sus hermanos se dirigieron al pueblo con su ganado. Al tiro me di cuenta que yo la había encandilado, lo primero que miró fue mi bigote bien recortado, mi costosa y colorida tenida de huaso que mi cuerpo delgado y no muy alto lucía con garbo,  mi imagen bastante atractiva, les diré y sin contar mis bolsillos llenitos con los billetes de papá, supe enseguida que ya me había echado el ojo. Más linda era de cerca con su boquita carnosa, hoyuelos en sus mejillas y ojitos risueños que decían “sígueme cabro”. ¡Terminé enamorado!    

   Sus hermanos la cuidaban como joyita por órdenes de su padre, don Francisco, la tenían bien cortita y más con la mala reputación del vecino. Yo atento siempre “ojo al charqui” como se dice, a sus recorridos por la hacienda, especialmente del hermano mayor, en cuanto sentía el trote de sus caballos esquivaba su camino y rajaba por la quebrada a esconderme entre los árboles, hasta ver campo libre. Tenía que cuidarme no estaba tan fácil la cosa, —¡” Qué caray”! —pensaba.   

   Un día, gran sorpresa, de lejos me hizo señas para que mirara el cercado, llegué allá y blanqueaba un pedacito de papel pinchado en el poste, miré curioso: —“el domingo a las siete en el viejo hualle” —Ay “chupalla” que emoción. Mi corazón dio un salto ya estaba hecho, lo había logrado, al fin me aceptó.    

   Ahí estaba clavado a la hora señalada y siempre alerta, con las riendas de mi caballo en la mano, por si acaso, sólo una bandada de pájaros interrumpía la quietud del lugar. Un crujido leve y me di vuelta, ella, Pilar con sonrisa pícara apoyada en el frondoso hualle, muy seductora, desde ese momento no nos separamos más.

   Linda relación que nos hubiera llevado al casorio, pero fue demasiada pasión y para después no dejamos nada. Ella “aguaitaba” a la familia y cuando estaba libre el camino, sin moros en la costa, trotábamos a lo oscurito. Cada vez más entusiasmados nos acercamos al corral, al galpón, al granero, pero ¡porfiamos por una cama! Mis hermanos alarmados, me advirtieron varias veces, que de repente iban a encontrarme “patitas por delante”, pero yo me creía “re-gallo”.

   La cosa fue que un día el ansiado momento llegó, para vivir nuestra intimidad como corresponde, cuando salieron todos a la feria del pueblo. ¡Por fin solos en la casa! Feliz y rapidito estuve en su habitación donde nos instalamos a tomar mate y después…, conversamos relajados. Le expliqué mis proyectos de casorio con ella y que pronto hablaría con su padre. ¡Hay cuánto la amaba! Y por fin sentaría cabeza como quería papá. Pero al mirarla vi su cara de tristeza y me confió que su padre jamás aceptaría, no podía ni oír mi nombre. —“¡Mala cosa Jerónimo!” —pensé, caminando al baño del fondo.

De pronto…

   —¡Pilar!  ¡Pilarcita! —escuché con horror el vozarrón de don Francisco.

   Santo Cielo, salí por el pasillo sin siquiera abrochar mis pantalones y con cara de espanto, cómo diablos pasó la hora tan rápido ¡qué hago! Pilar miró la ventana con acceso a la galería, pero poco más allá desensillaban los caballos y.…, dentro de la casa tintineaban las espuelas al compás de las pesadas zancadas que se dirigían al lugar donde nos encontrábamos, en mi cabeza se multiplicaban los pasos y tronaban como enormes tambores mientras el corazón me saltaba por la garganta. Pilar, con agilidad sorprendente abrió la tapa de la gran canasta para guardar ropa que estaba en un rincón, de esas enormes canastas de mimbre que chillan con sólo mirarlas, con agilidad empujé mi cuerpo flaco sintiendo el golpe de la tapa en mi cabeza y me quedé quietecito todo sudado, sin entender de dónde salía tanta agua y salada.

   Don Francisco entró muy conversador pidiendo mate, para mi mala suerte y para más remate se sentó en el sillón al lado de la cama, al estirar su brazo para agarrar el mate se ladeaba y estrellaba su gorda pierna con el canasto, además del chirrío temía diera vuelta mi escondite, ahí sí que la embarraba, —“Jerónimo, de aquí saldrás con las patitas por delante, tus hermanos te lo advirtieron —pensaba.

   Charlaba don Francisco a más y mejor, de la feria, de su problema de cadera y le agradecía estuviera con ellos, su presencia femenina era importante, decía. Al rato dio órdenes de cerrar todo. Yo casi sin respirar escuchaba los taconeos por el pasillo, ahí supe que el miedo, ¡es cosa viva! 

   —¡Oh mi Jerónimo!  ¡Mi padre nos matará! —gemía Pilar y con un susurro continuó —: “Menos mal el canasto tenía poca ropa, mi amor, siempre lo mantengo así”, en la oscuridad levanté una ceja. Encogido casi ahogado no aguanté más y salí, rápidamente me arrastré debajo de la cama, a Pilar no le gustó, parece conocía bien las costumbres de su gente, ¿o, ya habría pasado por lo mismo en alguna ocasión anterior?

   A los cuchicheos de la noche, el padre “paró la oreja” y en dos minutos apareció con su escopeta, Pilar prendió la luz y lo calmó, el cañón rondaba por la orilla de la cama junto a las pantuflas del viejo. Un golpazo de puerta avisó su retirada y yo vuelta al canasto cuidando de no hacer ruido.  

   Al otro día, Don Francisco, enfermó más de la cadera y no salió de la casa dificultando mi tarea de entrar y salir del canasto, para descansar. Los perros anunciaron visita y escuché a uno de mis hermanos que preguntaba por mí. 

   —Y por qué tendría que estar aquí por las re-chupallas —gritó el viejo.

   —Era por si lo había visto no más vecino, disculpe usted. Por la miéchica ¿dónde andará? —respondió mi hermano. Y el galopar del caballo se alejó. 

    En minutos se armó el alboroto, los hombres iban y venían, la perra olfateaba y ladraba por todos lados, Pilar de inmediato la echó al patio.

   Don Francisco entró a la pieza con mirada sospechosa, ahora sí bien enojado, echó un vistazo y apuntaba para todos lados y con el cañón de la escopeta sacudía toda la ropa del ropero, agachado recorría de punta a punta por debajo de la cama. Yo seguía con mis ojos pegados a las rendijas del canasto de mimbre con el corazón en la boca que brincaba a mil por mil y sudando la gota gorda, casi morí cuando se acercó al rincón para mirar por la ventana con la escopeta como continuación de su mano y el cañón… ¡A dos centímetros del canasto! Podía ver perfectamente el negro boquete, taponeé mi boca con ropa para no gritar. Puso una mano sobre el canasto. —“¡Hasta aquí llegó mi vida!” —pensé con miedo indescriptible y sintiendo un líquido mojaba mis talones.

   —¡Ay Pilar, Pilar en qué andarás ahora, pero si a ese huaso mujeriego lo encuentro cerca de ti, mejor persignarse, ¡porque a los dos le daré su merecido!  —sentenció. 

   —¿Y qué le pasa papá?, si a ese señorito no lo conozco, ¡quizás por dónde andará, no ve, que es muy “re-lacho”! —y continuó—: créame papá, yo siempre le obedezco, si a usted no le gusta a mí tampoco, además dicen que es pura pinta ese flacuchento que no tiene carne ni para llenar una empanada, jamás voy a mirar esa porquería.

   —Cuidadito no más. Más vale que te portes bien y si no, el internado te espera, ya te casarás como señorita cuando seas mayor. —señaló el viejo.

   Confundido y con la sangre ardiendo don Francisco salió dando miradas furibundas y con un golpe tan fuerte que casi arrancó la puerta. 

 

Parecieron siglos cuando Pilar levantó la tapa del canasto de mimbre y me anunció que estaba libre el paso, nadie en casa. Salí acalambrado e impregnado del olor insoportable que emanaba del canasto y pidiendo a gritos un par de calzoncillos y un pantalón.   

¡Qué vergüenza! ¡Soy un asco!



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