Mi nombre es Jerónimo y
vivo en el extenso campo de mi padre donde hay mucho trabajo, con mis hermanos
mayores estamos desde temprano dándole con ahínco a todo lo que mi padre
requiera, pero seré sincero, ellos trabajan y yo saco la vuelta, ocupo mi tiempo en perseguir todo lo que lleve
tacos y huela a mujer. Salí muy “picado
de la araña”. Ser hijo regalón del patrón, ¡es cosa seria! Dándome todos
los gustos y si no, con trampa… ¡¡Lo consigo igual!!
Estuve con un pie en el altar, ¡cuatro
veces! Y ahí quedaba la cosa, acto seguido los sermones contundentes de papá,
pero ya lo prometí, para la próxima vez, ¡sí tomaré en serio el asunto! Primero,
porque no quiero avergonzar más a mi padre. Y segundo, porque con el “boquete”
pegado a mi nariz, se queda uno curado de espanto y no quedan más ganas de andar
jugando al corre que te pilla. El
boquete de la escopeta lo vi a tres centímetros, ¡faltó poco!
Sucedió cuando Pilar, la
muchacha de la hacienda vecina regresó de la ciudad convertida en toda una
mujer y qué mujer, casi no lo creía, muy re-linda la jovencita. Ellas son así,
en dos tiempos se transforman y aparecen con sus flamantes curvas arriba y
abajo. Con sus dieciocho años, cabello largo que cubría su espalda y su cuerpo
de caderas cimbreantes era para quedar bizco, me tuvo al instante de “la jeta”, no puedo negarlo.
La rondé varias semanas hasta que encontré
la oportunidad de acercarme a ella, cuando el padre y sus hermanos se
dirigieron al pueblo con su ganado. Al
tiro me di cuenta que yo la había encandilado, lo primero que miró fue mi
bigote bien recortado, mi costosa y colorida tenida de huaso que mi cuerpo
delgado y no muy alto lucía con garbo, mi imagen bastante atractiva, les diré y sin
contar mis bolsillos llenitos con los billetes de papá, supe enseguida que ya me
había echado el ojo. Más linda era de
cerca con su boquita carnosa, hoyuelos en sus mejillas y ojitos risueños que
decían “sígueme cabro”. ¡Terminé
enamorado!
Sus hermanos la cuidaban como joyita por
órdenes de su padre, don Francisco, la tenían bien cortita y más con la mala reputación del vecino. Yo atento siempre
“ojo al charqui” como se dice, a sus
recorridos por la hacienda, especialmente del hermano mayor, en cuanto sentía el
trote de sus caballos esquivaba su camino y rajaba por la quebrada a esconderme
entre los árboles, hasta ver campo libre. Tenía que cuidarme no estaba tan
fácil la cosa, —¡” Qué caray”! —pensaba.
Un día, gran sorpresa, de lejos me hizo señas
para que mirara el cercado, llegué allá y blanqueaba un pedacito de papel pinchado
en el poste, miré curioso: —“el domingo a las siete en el viejo hualle” —Ay “chupalla” que emoción. Mi corazón dio un
salto ya estaba hecho, lo había logrado, al fin me aceptó.
Ahí estaba clavado a la hora señalada y
siempre alerta, con las riendas de mi caballo en la mano, por si acaso, sólo
una bandada de pájaros interrumpía la quietud del lugar. Un crujido leve y me
di vuelta, ella, Pilar con sonrisa pícara apoyada en el frondoso hualle, muy
seductora, desde ese momento no nos separamos más.
Linda relación que nos hubiera llevado al
casorio, pero fue demasiada pasión y para después no dejamos nada. Ella “aguaitaba” a la familia y cuando estaba
libre el camino, sin moros en la costa, trotábamos a lo oscurito. Cada vez más
entusiasmados nos acercamos al corral, al galpón, al granero, pero ¡porfiamos
por una cama! Mis hermanos alarmados, me advirtieron varias veces, que de
repente iban a encontrarme “patitas por
delante”, pero yo me creía “re-gallo”.
La cosa fue que un día el ansiado momento
llegó, para vivir nuestra intimidad como corresponde, cuando salieron todos a
la feria del pueblo. ¡Por fin solos en la casa! Feliz y rapidito estuve en su
habitación donde nos instalamos a tomar mate y después…, conversamos relajados.
Le expliqué mis proyectos de casorio con ella y que pronto hablaría con su
padre. ¡Hay cuánto la amaba! Y por fin sentaría cabeza como quería papá. Pero al
mirarla vi su cara de tristeza y me confió que su padre jamás aceptaría, no
podía ni oír mi nombre. —“¡Mala cosa Jerónimo!” —pensé, caminando al baño del
fondo.
De pronto…
—¡Pilar!
¡Pilarcita! —escuché con horror el vozarrón de don Francisco.
Santo Cielo, salí por el pasillo sin
siquiera abrochar mis pantalones y con cara de espanto, cómo diablos pasó la
hora tan rápido ¡qué hago! Pilar miró la ventana con acceso a la galería, pero poco
más allá desensillaban los caballos y.…, dentro de la casa tintineaban las espuelas
al compás de las pesadas zancadas que se dirigían al lugar donde nos
encontrábamos, en mi cabeza se multiplicaban los pasos y tronaban como enormes
tambores mientras el corazón me saltaba por la garganta. Pilar, con agilidad
sorprendente abrió la tapa de la gran canasta para guardar ropa que estaba en
un rincón, de esas enormes canastas de mimbre que chillan con sólo mirarlas,
con agilidad empujé mi cuerpo flaco sintiendo el golpe de la tapa en mi cabeza
y me quedé quietecito todo sudado, sin entender de dónde salía tanta agua y
salada.
Don Francisco entró muy conversador pidiendo
mate, para mi mala suerte y para más remate se sentó en el sillón al lado de la
cama, al estirar su brazo para agarrar el mate se ladeaba y estrellaba su gorda
pierna con el canasto, además del chirrío temía diera vuelta mi escondite, ahí
sí que la embarraba, —“Jerónimo, de aquí saldrás con las patitas por delante, tus hermanos te lo
advirtieron” —pensaba.
Charlaba don Francisco a más y mejor, de la
feria, de su problema de cadera y le agradecía estuviera con ellos, su
presencia femenina era importante, decía. Al rato dio órdenes de cerrar todo.
Yo casi sin respirar escuchaba los taconeos por el pasillo, ahí supe que el
miedo, ¡es cosa viva!
—¡Oh mi Jerónimo! ¡Mi padre nos matará! —gemía Pilar y con un
susurro continuó —: “Menos mal el canasto tenía poca ropa, mi amor, siempre lo
mantengo así”, en la oscuridad levanté una ceja. Encogido casi ahogado no
aguanté más y salí, rápidamente me arrastré debajo de la cama, a Pilar no le
gustó, parece conocía bien las costumbres de su gente, ¿o, ya habría pasado por
lo mismo en alguna ocasión anterior?
A los cuchicheos de la noche, el padre “paró la oreja” y en dos minutos apareció
con su escopeta, Pilar prendió la luz y lo calmó, el cañón rondaba por la
orilla de la cama junto a las pantuflas del viejo. Un golpazo de puerta avisó
su retirada y yo vuelta al canasto cuidando de no hacer ruido.
Al otro día, Don Francisco, enfermó más de
la cadera y no salió de la casa dificultando mi tarea de entrar y salir del
canasto, para descansar. Los perros anunciaron visita y escuché a uno de mis
hermanos que preguntaba por mí.
—Y por qué tendría que estar aquí por las re-chupallas —gritó el viejo.
—Era por si lo había visto no más vecino,
disculpe usted. Por la miéchica
¿dónde andará? —respondió mi hermano. Y el galopar del caballo se alejó.
En minutos se armó el alboroto, los hombres
iban y venían, la perra olfateaba y ladraba por todos lados, Pilar de inmediato
la echó al patio.
Don Francisco entró a la pieza con mirada
sospechosa, ahora sí bien enojado, echó un vistazo y apuntaba para todos lados
y con el cañón de la escopeta sacudía toda la ropa del ropero, agachado
recorría de punta a punta por debajo de la cama. Yo seguía con mis ojos pegados
a las rendijas del canasto de mimbre con el corazón en la boca que brincaba a
mil por mil y sudando la gota gorda, casi morí cuando se acercó al rincón para
mirar por la ventana con la escopeta como continuación de su mano y el cañón…
¡A dos centímetros del canasto! Podía ver perfectamente el negro boquete, taponeé
mi boca con ropa para no gritar. Puso una mano sobre el canasto. —“¡Hasta aquí
llegó mi vida!” —pensé con miedo indescriptible y sintiendo un líquido mojaba
mis talones.
—¡Ay Pilar, Pilar en qué andarás ahora, pero
si a ese huaso mujeriego lo encuentro cerca de ti, mejor persignarse, ¡porque a
los dos le daré su merecido!
—sentenció.
—¿Y qué le pasa papá?, si a ese señorito no
lo conozco, ¡quizás por dónde andará, no ve, que es muy “re-lacho”! —y continuó—: créame papá, yo siempre le obedezco, si a
usted no le gusta a mí tampoco, además dicen que es pura pinta ese flacuchento
que no tiene carne ni para llenar una empanada, jamás voy a mirar esa
porquería.
—Cuidadito no más. Más vale que te portes
bien y si no, el internado te espera, ya te casarás como señorita cuando seas
mayor. —señaló el viejo.
Confundido y con la sangre ardiendo don
Francisco salió dando miradas furibundas y con un golpe tan fuerte que casi
arrancó la puerta.
Parecieron siglos cuando
Pilar levantó la tapa del canasto de mimbre y me anunció que estaba libre el
paso, nadie en casa. Salí acalambrado e impregnado del olor insoportable que emanaba
del canasto y pidiendo a gritos un par de calzoncillos y un pantalón.
¡Qué vergüenza! ¡Soy un asco!
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