6/29/2022

BAJO EL PUENTE FERROVIARIO

    

Tomé las llaves y cerré la puerta de la escuela esa tarde de invierno, ya terminado el día de trabajo por fin iba de regreso a casa. Algunos niños como siempre corrían echando carrera cerca del auto, a pesar de la lluvia ellos corrían y corrían por el camino angosto y embarrado que serpenteaba paralelo al río, era su despedida cotidiana; yo en mi Chevrolet Coupé del año cuarenta y uno, no tenía problemas era especial para esos caminos ripiados, me sentía segura.

   Sólo dos kilómetros, que se recorrían en pocos minutos, separaban la escuelita del pueblo. El auto, a cuatrocientos metros ya pisaba pavimento. Ahí se encontraba el molino grande, justo en el semáforo. Por el ancho portón se observaba a don Facundo y a su hijo Pedro en su trabajo diario, registrar  en su libreta los sacos con trigo, acomodadas en las carretas, recién llegadas para la molienda, transportadas por los campesinos desde los campos del interior.

   Todos los sábados compraba el quintal de harina para el pan, ya no tenía que bajarme del auto, don Facundo mandaba el quintal de harina con su hijo Pedro para acomodarlo  en el maletero, apenas nos mirábamos, ya era mecánico el actuar, sólo el saludo cotidiano.

Esa tarde llovía demasiado, me sacudió un mal presentimiento, se veía el cielo negro por el agua.

   Seguí mi marcha acelerada, una pequeña subida y en viraje hacia la izquierda enfrentaba la pendiente que llevaba directo por debajo del puente ferroviario. Siempre a velocidad moderada, pero cada vez en aumento por   lo inclinado del terreno, rápidas giraban las ruedas del automóvil ausentes del desastre inminente, pisé el freno, volví a hacerlo, repetí, no respondió, aterrada pisé a fondo, tampoco el efecto deseado. Como en aceite se deslizaba el pesado automóvil cuesta abajo sin poder detenerlo, me aferré al volante.  

   Miré espantada, ¡Oh Virgen Santa!  La carretera que pasaba por debajo del puente ferroviario estaba inundada por las copiosas lluvias. Con la mente en blanco y con los latidos de mi corazón en la garganta, en segundos sentí el feroz impacto de las aguas en una gran ola que engulló la parte delantera y pasó por encima del techo, asumí que se quebrarían los vidrios, por lo que incliné la cabeza y apreté los dientes, entera rígida, parecía que toda esa agua iba a penetrar en mi boca, me zumbaron los oídos, sensación de desmayo, percibí la sensación de flotar, ¡flotaba! Traté de abrir los ojos y miré el parabrisas, gracias a Dios, estaba intacto.

   Ahí me hallaba sentada en la posición más ridícula que se pudiera imaginar, en tenue luz, debajo del puente, sola. Mordía mi labio para alejar el pánico, con los ojos pegados en el agua que veía a través del parabrisas. Respiraba, gracias al bolsón de aire que se produjo por tener completamente alzados los vidrios, eso además impidió que el agua no entrara inmediatamente.

   En el silencio horripilante mis oídos punzaban. Parecía un sueño, pero de pesadilla, sólo mi corazón que trataba de escaparse por la boca y martillaba atolondrado me mantenía en la realidad. El auto dejó de flotar y gradualmente se asentó en el pavimento, el agua grisácea revuelta se calmaba y ya en total calma quedó a veinte centímetros del techo, aproximadamente. Ruiditos como chillidos de lauchas comencé a oír, era el agua que comenzó a filtrarse y cubría el piso,  

   Mi mente giraba a mil por mil, mi cuerpo no respondía a ningún movimiento. ¿Qué hago?  Rápidas pasaban las imágenes, mis padres, mi abuelita, ¡Virgen Santa!  No sé por qué me acosaban esas imágenes, no pensaba en ellos, sin embargo, ahí estaban, claritas cabalgaban alrededor, agarradas de mis pelos, de mi cerebro, sacudía la cabeza cerraba los ojos para no verlas.

   Tenía que abocarme a buscar una solución, mover mi cuerpo era lo primero. Alcé los brazos con esfuerzo, palpé mi cara, mi cabeza, estaba bien, aparentemente no estaba herida.

   Escuché los gritos que venían desde arriba del puente.

   —¡Señora, Señorita, muévase, ¡salga por Dios! —exclamaban.

   El agua, se deslizaba por el borde de mis botas altas y sumergieron mis pantorrillas en el agua sucia y helada.  

   Oh… ¡Santo Cielos! Serán estos mis últimos momentos, no sabía nadar. Jamás me gustó el agua y ahora “¿Ahogada moriré?” —pensaba. Cuántas veces mis hermanos quisieron enseñarme a nadar en ese río hermoso que orillaba el campo de mis abuelos y bueno, ahora de nada me serviría, estaba atrapada.   

   ¡No podía creer!  Me quedaban minutos de vida, educada en colegio de monjas la costumbre me obligaba a rezar, con el Padre Nuestro en los labios contorsioné mi cuerpo con gran esfuerzo y aún prisionera del cinturón de seguridad me arrodillé en el asiento con el agua hasta las caderas, miré hacia atrás con la cabeza pegada al techo.

   Ahí, en ese amplio espacio interior, estaba todo lo entregado por los niños, bolsas con figuritas, cuadernos, las verduras, y aunque era difícil creer, danzaban hasta los chorizos en forma de V con la punta hacia la ventanilla del conductor. Mi cerebro lo recibió como una señal, como una orden, giré y empecé a forcejear con la puerta, pretendí abrirla, pero advertí que se encontraba trabado el cinturón de seguridad con la correa de mi cartera, rápida contuve la respiración y metí mi cabeza bajo el agua para poder desenganchar el cinturón que me cortaba por la cintura, logré zafarme con la boca llena de agua sucia; las manos me dolían por el esfuerzo, mis huesos con sensación de dislocados. Casi morí al ver el agua con tintes rojos, ¡Dios estoy herida!, pero distinguí que era mi falda de lanilla roja que desteñía y comenzaba a escurrir tonalidades rojizas.

   Desesperada empujaba, pero la puerta no cedía, probé con el hombro, sentada puse mis pies sobre el vidrio ya totalmente en agua y empujé, di patadas y nada, nada, todo seguía igual. El agua presionaba con fuerza, no quedaba más que descorrer el vidrio de la ventana, Virgen Santa, moriré.

   De un manotazo agarré la perilla alza-vidrios, resbalaba mi mano por los nervios y el apuro, descorrí el vidrio poco a poco, con la cara pegada al techo, en segundos el agua comenzó a entrar y se deslizó por el borde del vidrio y mojó lo poco que quedaba seco, lógicamente, el nivel de agua subió en el interior del vehículo.  

   Con el agua hasta el cuello, literalmente, y mi nariz pegada al ángulo que formaba el vidrio con el techo, apenas respiraba, horrorizada.

Había bajado el vidrio a su base, hincada como estaba luché con el chorro de agua y logré sacar la cabeza fuera del auto, empujé hacia arriba y mi mano alcanzó el fierro del maletero del techo, me alcé y conseguí sacar el otro brazo, con toda mi fuerza hice un giro con mi cuerpo de cincuenta y cinco kilos y quedé sentada al borde de la ventanilla abrazada a las latas, ya mi cabeza estaba fuera del agua y podía respirar, abrí la boca para dar un grito, pero mi garganta emitía estrangulados y roncos sonidos, sin poder ver escuchaba los gritos y los aplausos de las personas que miraban desde arriba del puente. 

      —¡Bravo ya salió!  ¡Ya salió! ¡Señorita no es usted la primera! Con usted ya son cuatro —escuché.

   Sentí carreras por la cuesta y unos brazos alrededor de mi cintura me jalaron, una voz preguntó si estaba bien, me acurrucó en su pecho y sólo la respiración sentía de la persona que me cargó por la pendiente resbalosa, seguida por un gentío alborotado. Todo había transcurrido tan rápidamente, pero parecieron horas.

   —¡Don Pedro, don Pedro!  ¿Lo ayudamos? —decían los curiosos.

   Mucha gente se acercaba, aplaudían mi buena suerte, no la misma suerte del auto que cayó anteriormente, su dueño de cuerpo macizo no tuvo oportunidad de salir y ahora esperaban la autorización para sacar el cuerpo sin vida. ¡Perdí el conocimiento!

   Recostada en un viejo banco de madera instalado en la pared de una casa, de esas bancas que usan los caballeros para leer el diario, aterido yacía mi cuerpo pequeño que vertía agua.

   El alboroto quebraba la tarde, voces, gritos chirridos, carreras.

   Escuchaba en mis oídos las voces de aliento instando a recobrarme. El ruido del motor de un tractor se hacía fuerte, calculé que sacaban el auto. Era todo tan irreal, algo nunca imaginado, tenía frío, me dolía la cabeza, las manos, me sentía atemorizada, con los músculos endurecidos, trataba de mover la boca y no obedecía.

   El contacto de unos labios en mi boca que insuflaban aire me trajo suavemente a la realidad. Quieta sin pestañear, la vanidad me inundó: ¿Quedaría algo presentable en mí?, ¿aún mojada me vería linda? Sentí de nuevo los labios, lentamente levanté mis parpados y ahí a centímetros encontré a Pedro, el dueño del molino, con los ojos verdes más lindos que viera en mi vida adornados con tupidas pestañas, quedamos embobados en una mirada larga y profunda, en un tiempo sin tiempo sucumbí ante esas dos esmeraldas que rebozaron mi corazón.  

   Su cabeza recortada en el cielo, ahora cargado de nubes, el mismo cielo que vería por veinticinco años a su lado.

En un chispazo agradecí al señor por encontrarme viva. Pedro me miraba:

   —¿Está mejor?   ¿Señorita Lucrecia se siente mejor? –preguntó.

   La verdad me sentía horrible, como pájaro mojado y desplumado, en una calle desconocida con personas extrañas. Mis manos entre las manos de una mujer mayor que trataba de darme calor, otra enjugaba mi ropa con toallas. Tanta solidaridad y cariño me emocionó, relajó mi cuerpo y las lágrimas comenzaron a correr abundantes por mis mejillas. 

   —¡Traigan café!  ¡Por favor café bien caliente! —dijo Pedro. Tiene que recuperarse para llevarla al hospital.  No quería ir al hospital, en lo único que pensaba era irme a casa, ya estarían preocupados por mí tardanza.

   Reconfortada me levanté con su ayuda, pero con una sensación terrible en mi cabeza que daba vueltas, tomada del brazo de Pedro crucé la calle en dirección a mi vehículo que allá desaguaba. Saqué las llaves, lo cerré y acepté el ofrecimiento de Pedro de llevarme a casa en su camioneta. Él, trasladaría el auto al taller, así que le pasé los documentos que ya estaban a mi nombre.  Mi joyita me había costado el esfuerzo de dos años de trabajo.

   —¡Don Pedro, don Pedro, no se preocupe, nosotros nos ocupamos del molino y de su papá! —gritaron unas personas.  

— Gracias, gracias, voy y vuelvo—.

   Me acomodó en el asiento con un vaso de café en las manos, que por lo heladas que las tenía lo caliente no sentía, enfilamos hacia la carretera a la casa de mi abuelita, sin sospechar ni por un segundo que la vida nos tenía reservada una hermosa sorpresa, fue como nuestra primera cita y jamás volvimos a separarnos. Pasado un año, muy enamorados nos comprometimos en matrimonio, por veinticinco años.

 

Ahora, te recuerdo nítido, mi Pedro. Ya te has ido, ya no estás.  Sentada en el mismo escaño donde recostada esa tarde lejana miraba el cielo ceniciento sobre tu cabeza, donde tus labios tocaron los míos por primera vez. Veo tu pelo oscuro, tus ojos color esmeralda en esa esbelta figura que te acompañaba para enamorarme y para el arduo trabajo; mi amor querido, siempre amante y preocupado.

   —¡Cuánto te extraño y cómo te amo! —gemí.

   Ya no te tengo, es cierto, pero te tuve y fuimos muy felices durante esos años, regalados, que vivimos juntos, tu recuerdo lo llevo conmigo y estará por siempre en la mirada de nuestros hijos.

   Pedro, aquí fue nuestro primer encuentro y aquí me despido. Alcanzo a divisar el camino por debajo del puente ferroviario, totalmente inundado como en esa oportunidad y mi cuerpo se estremece al recordar esa agua congelada que nuevamente apresa mi corazón.   

 

Tomo mi bolso y pongo la carpeta bajo el brazo, apuro el paso y saco las llaves para cerrar definitivamente la puerta del molino.

   Aún me quedan años para seguir en tránsito por el camino angosto y ceniciento que me lleva a la escuelita rural, donde me esperan contentos, un montón de chiquillos.

   Qué bella es la vida...

 

 

Fin.


OOOOO13O

 

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