Ilusionada, Fresia, se despidió
de su familia y se encaminó junto a su tío Justino a la estación de
ferrocarriles. Éste, era hermanastro de su padre, hombre experimentado por
haber salido de casa muy joven a trabajar ahora había venido de visita por unas
semanas, a su regreso ofreció llevar a la capital a su sobrina Fresia y dejarla
en casa de tía Rosa por unos días.
En el tren con sus bultos acomodados, ya sentados
y tranquilos contemplan los campos verdes que se divisan desde la estrecha
ventanita, el tío explica con detalle cada caserío que iban dejando atrás. Los
ochenta kilómetros se hacen cortitos con ricas golosinas en su boca.
Detenido el convoy descienden apresurados.
—Pasaremos a un restaurante y luego iremos a
casa de tía Rosa —dice Justino, con suavidad toma la mano de su sobrina y salen
por calles desconocidas.
Fresia, alta y delgada, lleva su bolso que
combina con su vestido verde agua elegido para la ocasión y que cuida de no
estropear. Su enagua de encaje, amplia y almidonada asoma haciendo guiños con
la cadencia de su andar en sus zapatos de tacón, se siente hermosa y toda una
señorita ya con dieciséis años.
Llegan al restaurante, se sientan cerca del
ventanal y toman humeante pocillo de leche que a ella le moja su nariz.
Por primera vez Fresia salía de su pueblo
como premio a sus excelentes notas, por lo tanto, todo era nuevo para ella. Colores
compuestos por la multitud, olores y constante murmullo se sumaban para
sorprenderla. Se había cumplido lo dicho por su abuela: “ya era tiempo de
visitar a la familia de la gran ciudad para apreciar la diferencia con la vida
de campo”.
Advierte
que su tío constantemente vigila la casona ubicada al otro lado de la calle:
—Tío Justino, ¿por qué vigilas la casa de
enfrente?
—Ahí vive la tía Rosa. —responde Justino con
voz suave.
—¡Cómo! ¿Entonces qué estamos haciendo aquí?
—le dice ella y sorprendida pone atención. De la casona ve el fluir de
personas. Justino le dice:
—Voy y
vuelvo —y cruza la calle, en minutos vuelve y le indica a su sobrina:
—Recoge tus cosas, vamos Fresia.
Cruzan, tocan la puerta y abre un muchacho
al que siguen por un largo pasillo, saca llave a una habitación que a Fresia le
parece. ¡Increíble! Alfombrada con grandes sillones, estufa, una mesita de
noche, con una figura grande de bronce, junto a una cama, cuadros en las
paredes y todo a media luz.
—¡Hermoso tío Justino, linda casa de tía
Rosa!”. —dice la joven.
De pie en la entrada, ella observa encantada
mientras Justino comenta al pasar:
—"Descansa luego vendrá la tía
Rosa"
Fresia lava sus manos y salta
al sillón para descansar del dolor de pies.
—Bueno, al menos tenemos una cama donde
dormir —dice Justino.
—¿Y tía Rosa? —pregunta ella. —al no obtener respuesta frunce
el ceño y queda pensativa.
Transcurre
el tiempo. Ya mortificada por el sueño cierra sus ojos…
No sabe cuándo se quitó sus zapatos y
chaleco. En sus brazos desnudos siente roces. ¡Y en todo su cuerpo! Una boca
ansiosa lame su cara, manos osadas ciñen sus caderas y escucha la voz de su tío:
—Ven, no tengas miedo soy tu tío, confía mi
niña…
Fresia entra en pánico. Las náuseas
apresuran y con las sacudidas esquiva y resbala al piso, pero una mano con
firmeza atrapa su vestido, la tela gruesa resiste, mas, su enagua vuela de un manotazo y queda tirada sobre
la cama junto a su ropa interior.
Manos untuosas descienden y al recorrer sus
pliegues marchitan sus frágiles brotes, su savia se consume con cada tañido de
fétidas bocanadas y gemidos atolondrados adheridos a su escote. Roncos gruñidos,
que ella del todo no comprende, acaban con su honradez y con los sentimientos
puros, estrangulados. Solamente…
Un quejido brutal escapado de su garganta, basta. ¡Para borrar su
inocencia y trizar su alma para siempre!
Después… No sabe cuánto tiempo después, forcejea, empuja, gira sobre su
cuerpo y cae, palpa urgente buscando una luz y tropieza con la figura de
bronce. ¡Sólo piensa en librarse! La toma con firmeza y elevándola sobre su
cabeza la estrella una y otra vez en el bulto que reposa.
Obliga
a su cuerpo adolorido a obedecerle y comienza a buscar su ropa, en segundos
calza sus tacones toma su bolso y sale al pasillo manoteando su vestido,
escruta la oscuridad. Sólo Dios sabe cómo sus piernas vuelan y la alejan de la
confusión.
El manto de la noche desciende
y hace imperceptible los lamentos. Fresia en lo más hondo de su alma trata de sepultar
el vil atropello.
Al alba el tren asoma resoplando sus
vapores.
Desorientada, con su alma hecha añicos y con cien años encima en su piel cetrina
retorna a casa sin pretender respuesta.
Sus padres al verla rezongan por la actitud de Justino:
—¡Haberla dejado sola en la plaza! ¡Eso no se hace con un familiar!
—Nunca irás sola a ninguna parte, mi niña.
—dice la madre, mientras le sirve un café caliente.
Poco
les duró el enojo al enterarse de la muerte de su sobrino en una casa de citas.
—“¡Benaiga!” ¡Miren donde fue a morir el pobre diablo! Y uno, que ni sabe
de esos lugares vergonzosos -exclamó el viejo.
Muchos
años han pasado, el tiempo poco a poco ha mitigado un tanto su aterradora
experiencia. Su ser atrapado en la mortificación diaria que le provoca cada
pitada de la locomotora en su arribo a la estación, detiene por segundos su
corazón atormentado. Cierra los ojos y espera, sin embargo, ningún personaje de la ley
se presenta con su enagua de encaje almidonada.
Frente
al espejo, Fresia, mira ese conjunto de piel ajada que desde dentro sigue
gritando ¡Socorro!, por cada poro desde hace más de diez años y entreteje
reflexiones de silencio. Huellas que acumulan vacío, perdidas en el tiempo.
Observa
desde la ventana de su pieza a su hijo de diez años que corre por el camino polvoriento
y hace guiños a su perro Turpín que lo acompaña. Él es feliz y atenúa todo
sufrimiento, a su madre, con una mirada de sus ojos verdes, verde color
esperanza, esperanza que la empuja a continuar.
Fresia enhebra, en su cabeza, un futuro
junto a su hijo y mira el viejo ropero que la tienta con un pedacito de género que
asoma por una abertura, abre la puerta y echa un vistazo, es su vestido verde
pálido que conserva no sabe para qué, lo atrapa
y sin pensarlo dos veces corre y lo arroja en el pozo donde ¡por fin lo ve
desaparecer!
Fin.
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